martes, 20 de mayo de 2014

Caminos cruzados que desembocan al mismo lugar. (Secuencia narrativa de Tan Diferentes, Tan Iguales)

Parte vieja de la ciudad, 02:48 a.m.

El chico caminaba a paso lento calle abajo, sintiendo como el agua penetraba por los zapatos, pantalones, chaqueta… ¿En qué momento había decidido salir sólo con una triste chaqueta en una noche como aquella? Había salido así aun sabiendo que era la mayor tromba de agua que había podido ver caer, que ya llevaba varias horas cayendo, y que además era en plena noche. Plena noche, sí. La cuidad dormía ahora. Por las antiguas calles no se veía ni un alma, y sólo se escuchaba el sonido del agua correr por el viejo pavimento de piedra, y caer por los viejos canalones de aquellos edificios estrechos, desiguales y gastados. Sólo él, la noche, y el agua.
Seguía andado, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta (intentando calentarlas en vano), y con la mirada fijamente concentrada en el suelo. Daba pequeños tumbos, de un lado a otro de la calle. Seguramente porque ni siquiera era consciente de a donde le llevaban sus pies. De su flequillo, acomodado con gomina hacia arriba, caían  pequeñas gotas de lluvia que, por un momento, se habían quedado entre esa mata de cabello castaño, que ahora se veía más oscuro que nunca. O bien por el agua que se lo oscurecía, o bien por la escasa luz que había en aquellas calles. Ni siquiera se había molestado en ponerse la capucha.
Cuando el frío comenzó a hacer verdadera mella en él, fue cuando comenzó a acelerar el paso, con la necesidad de calentarse un poco. Y es que sólo a él se le ocurría salir a estas horas, con este tiempo, a la zona más vacía de la ciudad. Pero necesitaba pensar, pensar con mucha más claridad de lo que podía hacerlo entre cuatro paredes, que le agobiaban y no le dejaban respirar. Necesitaba pensar en él. Y es que menuda ironía era que entonces, y sólo entonces se diera cuenta de sus sentimientos. Tanto le había hecho sufrir a él, y hace tan poco que se enteró… No lo había hecho con mala intención, simplemente nunca pensó que eso pudiera ser siquiera una posibilidad.
Después de un buen rato, levantó la vista del suelo, con esa mirada del que no sabe nada, de un niño pequeño a punto de llorar. Estaba en una pequeña placita pavimentada, con unos edificios de colores rodeándola. De los balcones de hierro colgaban plantas y flores, de los que por supuesto, caían grandes gotas que acababan en el tejado del pequeño porche cubierto de rosales que la rodeaba. Pequeños banquitos de madera en el centro formando un círculo, y en medio una fuente. Era realmente bonita.
Se sentó en un banco y se revolvió en cabello. ¿Cómo había podido llegar a estar así? Apoyando los codos en los muslos, entrelazó sus manos, agachó la cabeza y soltó un gran suspiro. Uno de esos en los que por ese aliento se te escapa todo tu calor. La tenue luz anaranjada de las farolas iluminaba su rostro, esas fracciones tan delicadas y bonitas, esas que sólo ves una vez en la vida. Lástima que una lágrima corría por su mejilla iluminada. Pero, pasase lo que pasase en estos días, se lo iba a decir. Se lo diría.
Estuvo en esa posición por un rato, hasta que se dio cuenta de la hora que era. 3:43 a.m. ¿Cómo? ¿Ya? Titubeante, se levantó del banquito y tras dar un pequeño traspiés, siguió caminando por las estrechas calles y callejones que se le presentaban. Pensando, siempre pensando.





Centro de ocio de la ciudad, 12:23 p.m.

Él paseaba por las calles repletas de luz. Bares “after-hour”, discotecas, antros… de todo un poco, ya se sabe, lo típico. La calle peatonal estaba iluminada con excesivas farolas, y destellos de colores le venían por los enormes carteles luminosos de aquellos lugares para pasarlo bien. Los edificios eran altos, todos iguales. Era la típica calle de película por donde uno sale con sus amigos a emborracharse, pero en esta ocasión no estaba ahí para eso. Era un jueves, así que no había lo que se dice gente joven, precisamente. Más bien adultos, que pasaban por la calle tan solo para dirigirse apresurados a otro lugar, seguramente que nada tendría que ver con el que estaban cruzando.
Se le nublaba la vista,  las gotas de lluvia caían de su pelo negro aplastado por el agua directamente a sus ojos, pero poco le importaba ya. Pocas cosas le importaban ya. Sintió un escalofrío, por lo que se abrochó aún más su abrigo negro, y encogió los hombros, como si eso le fuera a proteger de aquella poderosa tormenta. No tenía claro donde se dirigía, simplemente caminaba.
Miraba a todas partes posibles, intentando distraerse de esos pensamientos, que tan solo trataban de una única cosa. Él. Aunque de pronto, reparó en una de las cosas más llamativas de esa noche, y en la única que no se había fijado. Al alzar un poco la vista, y al ser alto, pudo observar como una marea de paraguas de todos los colores pasaban por todas partes, hacia todas las direcciones. Lo curioso era, que si alguien hubiera podido observar la escena desde arriba, sólo una cabeza de pelo negro se vería entre ese mar de tela. Sólo una. Y esa cabeza estaba a punto de explotar. Se sentía solo. Tan solo y desprotegido ante aquella enorme masa de personas, que seguramente tendrían a alguien que estaría deseoso de que por fin llegara a casa, que no pudo evitar replantearse la idea de olvidarle.
De pronto, sintió una fuerte sensación en su pecho, tan fuerte que le comenzó a faltar el aire. Empezó a acelerar el paso. Un poco más, un poco más… Antes de que se diera cuenta ya estaba corriendo todo lo que le permitían sus piernas, empujando a todas esas aburridas personas que andaban de un lado para otro. No podía más, tan sólo quería escapar de ahí. Todo era igual todo era asquerosamente cuadriculado, y en su mente sólo se le repetía una idea, que tenía como solución una terrible decisión. ¿Por qué esa calle no acababa? ¿Por qué no podía escapar? Y con ese escapar, se refería a todo aquello que últimamente le rodeaba. Demasiado aplastante, demasiado... aterrado. Era terriblemente agobiante, necesitaba gritar. Pero en vez de eso, aceleró el ritmo un poco más, consiguiendo esprintar, a una velocidad que nunca hubiera pensado que podía coger. Apretó sus ojos, deseando desaparecer.
Abrió los ojos. Se encontró jadeante, en mitad de una plaza vacía y sosa, encogido, intentando recuperar todo el aire que había gastado. Estaba aún más mojado que antes, y la tormenta sólo seguía. Miró a su alrededor, para encontrarse con que había un pequeño bar en una esquina, de la que salía una agradable música. Bueno, que perdía por entrar.
...
¿Tanto tiempo había estado allí metido? Bueno, más valía eso que seguir en esa asquerosa calle. Más valía haberse emborrachado que seguir pensando en dejar de quererlo. No tenía ni idea de dónde ir, y la tormenta había empeorado, así que tan sólo se metió las manos en los bolsillos y comenzó a andar calle abajo.






 Parque público, 4:02 a.m.

Allí ni una sola farola había, sólo la luz de la luna y los destellos de las gotas entre los árboles iluminaban ese lugar. Estaba completamente vacío, y la tranquilidad se podía respirar. Ese ambiente que tan sólo la cantidad de sauces llorones que había allí lugar podía dar, hacía una atmósfera de paz, de calma. Aquel lugar era como una especie de santuario que no debí ser perturbado por nadie, ni por nada. Demasiada belleza, digno de pintar, incluso con aquella tromba de agua. Pero un ruido de pisadas por los caminos de graba alteró ese silencio imperturbable. Allí estaba el castaño, muriéndose de frío sin abrigo, como si acabara de salir de la ducha. Seguía teniendo las manos en los bolsillos, pero su mirada ya no estaba dedicada al suelo. Ahora miraba a aquella preciosidad, que, por mil veces que había podido estar en ese lugar, nunca había apreciado. Su rostro era una extraña mezcla de sentimientos, pero el que predominaba era el de la felicidad. La felicidad de recordar todos esos momentos junto a él en aquel sitio. Él. Si no recordaba mal, siguiendo por el caminito y torciendo a la izquierda, ahí debería de estar su sauce. Ese en el que ambos se sentaban apoyados en el tronco con un par de refrescos en las tardes de verano. Y de otoño. Y primavera. Sea cuando sea. Ese árbol había sido testigo de tantos momentos, que bien podría hacer un libro. Alzó un momento la vista, y allí estaba, allí podía ver sus ramas más elevadas, sumidas en un profundo negro. Sonrió, mientras una pequeña lágrima corría por su rostro. Siguió caminando.
Al dar la vuelta a la esquina, algo lo dejó petrificado. Se podía ver con claridad la silueta de aquel enorme árbol, del que las ramas llegaban hasta el mismo suelo, el contorno de sus hojas, el balanceo de estas. Pero de pie, al lado del árbol, observándolo, se hallaba la sombra de alguien. Alguien que estaba lo suficientemente embelesado para no darse cuenta de que había llegado. Estaba sumido en el negro de la noche, pero, aun así, por su simple complexión, podía asegurar que… -Tú...- Salió de sus labios involuntariamente, no podía creer lo que estaba viendo.
“Tu…” escuchó de repente, sacándolo de sus miles de recuerdos. Se giró, y allí estaba él. La causa de sus pesadillas, de sus angustias, de todos sus males.  Allí estaba él, la persona que amaba. Podía ver su característica chaqueta empapada, y el contorno de su rostro entre la lluvia. Estaba encogido, temblando de frío, con las manos en los bolsillos, y aunque no podía verle nada bien debido a la oscuridad, sí que podía ver con claridad esos enormes ojos con una expresión que nunca había visto. Una expresión de… ¿Decisión? No, no ahora…
-Tú…-Dijo esta vez el moreno, lo último que le apetecía era tener que verle ahora. Quería dejarle de una vez claro que todo se terminó, adiós a su amistad. Era duro, pero no podía seguir con ese dolor que le causaba saber que nunca podría estar con él de otra manera. Se mordió el labio inferior, mientras que mirando al suelo trataba de sacar el valor suficiente para decirle aquello. El agua le seguía chorreando por el pelo, lo que le dificultaba la visión. Levantó por fin la vista, y lo que vio fue algo que para nada se esperaba. El castaño, decidido, sacó las manos de los bolsillos, y con una mirada furiosa y paso terriblemente enérgico, se acercó a él, hasta que sus caras quedaron a centímetros de distancia. Entonces, cogió de la nuca al moreno y posó su mano en la mejilla. Y simplemente, lo besó. Él se resistió, asombrado al principio, pero después le rodeó con sus brazos, haciendo del momento algo mágico. La lluvia se colaba entre sus rostros y se posaba en sus labios, para después resbalar, cayendo. Un beso en aquella tormenta, frente a aquel sauce, que ya tenía la historia de cómo al fin, dos enamorados unían sus labios bajo la lluvia.



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