miércoles, 28 de enero de 2015

Una brisa de aire fresco.

Siempre el mismo cuadro. Siempre quedándome dormida, un desastre viviente entre las sábanas. Pensando, dándole vueltas a lo irremediable, torturándome con lo imposible, y dejando que cada pensamiento que pasa por mi confusa cabeza me inunde, como la dulce y apaciguadora (o tal vez no) música que sale de mis cascos.
Siempre corriendo, detestando el momento del frío tocando cada centímetro de mi piel. Torturándome mentalmente por el día que aún tengo que superar, como mi gran meta, como mi supuesto destino. Y es que el tiempo que el reloj me da nunca es suficiente. Porque me gustaría alargar cada segundo a un minuto, o mejor, me gustaría parar el tiempo fuera de estos metros cuadrados que forman mi casa. Los que me agobian, pero a la vez me cobijan. Poder dejar que todo se congele, antes de que esa maldita aguja apunte las siete. La hora del diablo, pienso.
Y es que soy como una de esas almas perdidas que vagan por el mundo exterior, pero mucho peor. Ya que mientras me subo un tirante del sujetador, pienso en unas mil maneras de matar a alguien, y al deslizar mi camiseta lentamente y sin ganas sobre mis cansados hombros, desvarío sobre lo útil que es el fuego y la energía nuclear.
Pero hay algo, algo que me obliga a moverme un poco más deprisa cada mañana. Lo mismo que me hace encontrar el ritmo a mi canción favorita, o a disfrutar el suave aroma del café. Eso que me hace plantarme delante del espejo y saber que debo hacer la raya más perfecta que he hecho jamás. Algo que me hace valorar el estridente sonido del motor del autobús, o el frío metal de la parada. Que desvía el dolor de los mil y un problemas que tengo, alejándolos, dejando que el frío aire de la mañana de invierno se los lleve a dar un paseo. 
Porque ver a través del cristal tu mirada recorriendo de arriba a abajo el autobús, me hace pensar que una hora de traqueteo constante no es ni tanto ni tan malo. Y sentir tu sonrisa disimulada al verme subir en él me hace pensar que es a esta hora del día cuando mi ángel de la guarda se despierta, arrojando sobre ti ese rayo de luz que me puede dar.
Y es que ya se ha vuelto rutina mirarte desde dos asientos de diferencia con el tuyo, tan solo observándote disimuladamente. La nuca, el pelo y todo lo que el cristal de la ventanilla pueda reflejar de tu cara. Incluso me da miedo pensar que sé exactamente cómo son los cascos que llevas contigo cada día, o cómo es la cara de dormido que pones de vez en cuando.
Me da miedo recordar que yo era esa chica que solía pensar que todo esto solo le ocurría a contadas personas, y sobre todo me asusta notar todo esto que sube y baja constantemente. Una montaña rusa de mi cabeza hasta mi estómago, que no me deja respirar con normalidad.
Pero sobre todo siento miedo, ya que odio y amo todo lo que pasa por mi mente. Nunca he sentido mías palabras como "enamorado" o "amor". Jamás he pensado que eso vaya conmigo, pero me estoy demostrando lo contrario poco a poco.
Porque cada vez veo más bonitas las calles de esta ciudad, y poco a poco siento que el aire llena más mis pulmones. Porque es la primera vez en mi vida que logro hacer una fotografía mental de algo, y nada me alegra más que el hecho de que sea de cada uno de los detalles y facciones que marcan tu rostro. Y que en cuanto me doy cuenta, estoy colocando mi pelo en su sitio, aunque la última vez que lo haya tocado sea hace escasos dos minutos, y mordiendo de nuevo mi labio inferior. Y porque hace un tiempo que noto cómo mi canción favorita pasa sin que me de apenas tiempo de escuchar una estrofa. Y porque también no puedo dejar de pensar, o más bien, tratando de engañar, que puede que la primavera se esté adelantando, los astros se estén alineando o simplemente sea porque la juventud de hoy en día está diseñada para caer desde el primer momento. Pero desde luego, ni este sentimiento es mío ni tú tienes la culpa de todo esto.
Esta locura me arrastra, este atontamiento me cambia, me transforma, me gusta y lo odio, así como una fuerte tormenta de verano. Sólo que esta vez la cálida tormenta se está generando en mi pecho, y yo no soy quién para parar lo que cambia el rumbo de mis mañanas.



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A una amiga dolorosamente alejada.








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