Un
paso, otro más. Una ligera brisa, el sol raso y frío de la mañana,
rodeado de pequeñas manchas grises y algo solitarias. Un mechón de
pelo oscuro que cruza los ojos, un suspiro. Cada día es lo mismo,
una monótona repetición del mismo camino, la misma gente, ese mismo
peso en la espalda. Ese ambiente que cala hasta los huesos el color
vacío que rodea el lugar. No puedo más que pensar que yo, junto a
la fila de personas que caminan justo en la acera paralela a la mía,
parecemos pequeños corderitos llevados camino al corral.
Pero
aun así, no es tan malo como podría ser. Cada mañana escojo el
camino largo, el pesado, el que tan solo va cuesta arriba. Porque
vale la pena. Vale la pena girar la cabeza hacia la izquierda, y
poder ver constantemente el campo que alza este barrio, seguido por
una buena parte de la cuidad bajo mis pies. Merecen la pena esos
minutos más de camino, en los que en el frío invierno puedo
observar como la extensión se cubre de blanco de vez en cuando, o
los granitos dorados de trigo plantado vuelan con el viento. Pero
normalmente, en mi escenario favorito, el cielo naranja inunda los
edificios, las carreteras, y, como no, a las personas que como
hormigas cruzan por ellas. Un naranja que me da calor, aún con la
helada que no me permite andar a una velocidad normal. Un naranja que
pinta un cuadro sobre la ciudad, con la ayuda de los cristales que lo
reflejan. Un naranja familiar, al fin y al cabo. Cada día pienso en
un naranja parecido a este, pero que desde luego produce mucho más
calor, o al menos en mi.
Pero
cuando el invierno termina, no puedo evitar sentirme algo
desamparada. Mismo camino, misma pesadez. Pero con un azul que ni
siquiera sé si realmente se puede denominar como ese color. Un azul
triste, grisáceo. Como los días que me acogen con sus largas
mañanas y cortas tardes. Con todas esas noches desaprovechadas.
Pero
hoy es diferente, por alguna razón. Camino, queriendo dejar atrás
estas casas que me tapan la magnífica vista de mis mañanas. Más
rápido, para llegar al paseo de cerezos que tanto me gusta. Subiendo
el tirante de la pesada mochila que constantemente se desliza de mi
hombro, para ver la gran cúpula de una iglesia que siempre me gusta
observar, como si ella me fuese a decir que algo ha cambiado. Y
aunque todo parezca igual, algo llama mi atención.
Una
pequeña flor, que ha nacido justo entre la acera empedrada y el
campo, con ya pequeños atisbos de verde. Una flor roja intensa, que
me hace pararme mientras me aparto ese mechón de pelo que cae sobre
el ojo derecho.
Y
ahí me encuentro, estática, mientras noto las miradas de la triste
manada sobre mi espalda. Con una tonta sonrisa en la cara que ellos
no pueden ver. Y pienso, pienso sin apartar los ojos de la flor en
por qué siempre soy la única que va por esta acera. Pienso en la
simple felicidad que podrían obtener tan solo cruzando la calle y
dejando esas pantallas dónde los ojos no puedan quedar atrapados por
su brillo. Pienso que quizá así no parecerían todos la misma
persona, un ser sin cara, algo carente de forma. Quizá así podrían
tener su propia expresión.
Y
también pienso que puede ser que mi visión ahora esté nublada, que
pase lo que pase este tramo de camino no deja de ser deprimente. Pero
delante de mis ojos tengo la prueba de que simplemente no todo es
gris. También hay pinceladas de color en el día, siempre. Y me
siento feliz, feliz de tener mi propio color cada día. Un color al
que esta pequeña flor, o las salidas del sol se le asemejan. Un
color que es demasiado cálido para una ciudad tan fría como esta.
Y
entonces alzo la vista, y me doy cuenta de que el cielo no está tan
lejos como lo está mi pequeña mota de luz. De que ni el mismo sol
está tan lejos como lo está lo que me hace feliz. Y es que siempre
tengo la necesidad de tener un poco más cerca ese color, esos
mechones de pelo.
Quién
lo iba a decir, que una persona se pudiera representar como un color.
Pero se puede, se puede porque tanto su mente como su corazón son
tan cálidos y agradables como esa flor.
Y
como el color se diluye en agua, ella puede contagiarme su alegría.
Y como la luz recorre kilómetros, puedo sentir que está a mi lado.
Y como brisa de verano que me calienta de pies a cabeza, recuerdo en
que preciado día del mes me encuentro. Y me doy cuenta de que quizá
no sea el camino lo que me hace un poquito mas feliz, sino las
semejanzas y los recuerdos, que sin que lo note me llenan y me
inundan.
Así
que doy un paso, y otro más. Y suspiro, y vuelvo a apartarme ese
rebelde mechón. Y dejo mi mente divagando con la idea de que, a lo
mejor, Amapola no es el mejor nombre que podría tener una flor de un
color que simplemente, representa a una parte de mi felicidad con
tanta exactitud.
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