Pamplona, 1:37 a.m.
No puedo creerlo. Otra
noche en vela, sólo por un motivo. Solo por ese idiota, aunque por
otra parte, un idiota que no sale de mi cabeza. Y lo peor es que
aunque me duela admitirlo, no me importa. No me importa haberle hecho
un hueco en mi subconsciente, para que viva siempre en mi un pedacito
de él. Un trozo de mi sonrisa, al fin y al cabo. Ya que es la suya
la que me alegra cuando siento que no puedo más.
Y es que al recapitular
lo puedo ver claramente, él y su manera de patinar. No sé que pasó,
pero algo me llamó a fijarme en él. Dicen que las mujeres tenemos
debilidad a la palabra “destino”, ¿Pero cómo no tenerla, ahora
que he comprendido lo que significa que algo que pareció tan pequeño
en su día, sea tan grande al cabo de los meses? Ahora no puedo
evitar pensar que tuvo que ser el destino que me pudieran dar su
número. Tuvo que ser el destino que decidiera hablarle. Tiene que
serlo, si no, ¿Por que hubiera de tener tanta suerte? Tanta suerte
como para tenerle. Aquí, a mi lado.
Porque adoro como es, lo
que hace, y todo lo que le hace tan diferente a mi. Porque son las
diferencias las que me ayudan a valorar más esto que él y yo
tenemos. Esas pequeñas cosas que solo nosotros podemos entender.
Pero aún valoro más el hecho de que tengamos en común el patinaje.
El deporte que nos unió y al que estaré eternamente agradecida.
Porque además de mi pareja y mi mejor amigo, también es mi
compañero, al fin y al cabo. Ese compañero con el que puedo hablar
durante horas, de todo, sobre cualquier cosa. Y aun así, sigue
teniendo esa curiosa manía de creer que siempre estoy teniendo un
mal rato, esa preocupación por si me estoy aburriendo. Es curioso,
porque no se da cuenta de que me basta con estar a su lado para
disfrutar. Siempre.
Ojalá supiera que tan
solo me hace falta ver su sonrisa para alegrarme toda la semana. Esa
manera tan suya, labios juntos y ligeramente torcidos, gesto
totalmente único. Gesto tan inocente y sincero que parece venir de
un niño pequeño. Pero no, es un niño grande con ojos color
avellana, que cambian de tonalidad si el sol les alcanza. Ese brillo
dorado que emiten no lo he conseguido ver en ninguna otra mirada. Y
en cierta medida me preocupa que me tenga tan encandilada, tan
enganchada. Tan enganchada como cada broma, cada pequeño ataque de
celos, cada beso, cada risa y cada llamada. Algo me ha llevado a
quererle, y ahora este sentimiento es algo que no puedo reemplazar.
Al que, mejor dicho, no quiero reemplazar nunca.
Alsasua, 9:40 p.m.
Se acaba de ir, y ya
quiero tenerla de vuelta. Parece mentira que se pueda echar tanto de
menos a alguien, alguien que acaba de marcharse. ¿Será esto lo que
llaman amor? Apuesto a que sí. Porque esta sensación que tuve desde
el primer día no se ha desvanecido ni un instante, no ha dejado de
transmitirme alegría y felicidad. No entiendo como lo consigue, pero
puede hacerlo. A través de su mirada, su sonrisa y sus palabras.
Irradia positividad y luz de una manera que nunca había conocido.
Hasta tal punto que sabe contagiarme. Y luego le extraña cuando le
digo que es la persona que me hace feliz. ¿Cómo no podría ser así?
¿Quién más, a parte de esa rubita de ojos verdes con sonrisa
arrebatadora, adorable timidez y corazón de oro? Es imposible que
nadie se le iguale, es imposible encontrar a alguien siquiera
parecida a ella. Con su actitud de hierro que siempre la lleva a la
meta, tanto en la pista como fuera de ella. Siempre fuerte, positiva.
La admiro, es algo que puedo asegurar.
Y aunque sea alguien así,
tiene bajadas. Más de las que me gustaría. Pero por eso mismo no
paro de querer repetirle que estoy aquí. Para que llore en mi
hombro, descargue sus frustraciones o grite de rabia. Porque quiero
ser su pilar, siempre. Su fuerza, su resistencia. Movería montañas
por ella, y solo quiero que le quede claro. Porque esto que siento es
demasiado especial para mi.
Y aunque no podamos estar
siempre juntos, cada segundo que logramos estar cerca es oro para mi.
Me duele no vivir en la misma ciudad, pero al menos, sé que puedo
hacerla sonreír y alegrarme a mi mismo el día con una de nuestras
llamadas telefónicas. Aunque puedo hacer poco, quiero que sepa que
si es por ella, me esforzaré. Cada momento es único, y quiero
aprovecharlos.
No voy a dejar de
sonreír, por muchos obstáculos que tengamos, porque sé que la
tengo a mi lado.
Y es que se que por muy
triste o penoso que haya sido el día, ahí estará para arreglarlo.
Como la luz al final del túnel. La alegría que me hacen sentir sus
besos o su risa. Su mirada intensa en unos ojos tan preciosos. Mía.
Solo mía.
****
Ambos, bajo el mismo
cielo. Ambos con lazos que los unen, lazos inquebrantables,
resistentes. Y aunque es probable que nunca sean capaces de decir las
cosas como son, frente a frente, los dos las entienden. Saben que no
es el peso de las palabras, sino de las acciones. Y por eso, aunque
saben que no han nacido el uno para el otro, se esfuerzan para
amoldarse. Se hacen el uno al otro, poco a poco y sin prisa. Porque,
¿Quién debería de tener prisa cuando se está dando un beso? ¿Y
cuando se disfruta de las cosas conforme vienen? Porque lo único que
saben, es que se quieren. Y que lucharán por mantener el sentimiento
a flote. Siempre, contra cada tormenta. Juntos.
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