martes, 1 de septiembre de 2015

Lazos.

Pamplona, 1:37 a.m.

No puedo creerlo. Otra noche en vela, sólo por un motivo. Solo por ese idiota, aunque por otra parte, un idiota que no sale de mi cabeza. Y lo peor es que aunque me duela admitirlo, no me importa. No me importa haberle hecho un hueco en mi subconsciente, para que viva siempre en mi un pedacito de él. Un trozo de mi sonrisa, al fin y al cabo. Ya que es la suya la que me alegra cuando siento que no puedo más.
Y es que al recapitular lo puedo ver claramente, él y su manera de patinar. No sé que pasó, pero algo me llamó a fijarme en él. Dicen que las mujeres tenemos debilidad a la palabra “destino”, ¿Pero cómo no tenerla, ahora que he comprendido lo que significa que algo que pareció tan pequeño en su día, sea tan grande al cabo de los meses? Ahora no puedo evitar pensar que tuvo que ser el destino que me pudieran dar su número. Tuvo que ser el destino que decidiera hablarle. Tiene que serlo, si no, ¿Por que hubiera de tener tanta suerte? Tanta suerte como para tenerle. Aquí, a mi lado.
Porque adoro como es, lo que hace, y todo lo que le hace tan diferente a mi. Porque son las diferencias las que me ayudan a valorar más esto que él y yo tenemos. Esas pequeñas cosas que solo nosotros podemos entender. Pero aún valoro más el hecho de que tengamos en común el patinaje. El deporte que nos unió y al que estaré eternamente agradecida. Porque además de mi pareja y mi mejor amigo, también es mi compañero, al fin y al cabo. Ese compañero con el que puedo hablar durante horas, de todo, sobre cualquier cosa. Y aun así, sigue teniendo esa curiosa manía de creer que siempre estoy teniendo un mal rato, esa preocupación por si me estoy aburriendo. Es curioso, porque no se da cuenta de que me basta con estar a su lado para disfrutar. Siempre.
Ojalá supiera que tan solo me hace falta ver su sonrisa para alegrarme toda la semana. Esa manera tan suya, labios juntos y ligeramente torcidos, gesto totalmente único. Gesto tan inocente y sincero que parece venir de un niño pequeño. Pero no, es un niño grande con ojos color avellana, que cambian de tonalidad si el sol les alcanza. Ese brillo dorado que emiten no lo he conseguido ver en ninguna otra mirada. Y en cierta medida me preocupa que me tenga tan encandilada, tan enganchada. Tan enganchada como cada broma, cada pequeño ataque de celos, cada beso, cada risa y cada llamada. Algo me ha llevado a quererle, y ahora este sentimiento es algo que no puedo reemplazar. Al que, mejor dicho, no quiero reemplazar nunca.

Alsasua, 9:40 p.m.

Se acaba de ir, y ya quiero tenerla de vuelta. Parece mentira que se pueda echar tanto de menos a alguien, alguien que acaba de marcharse. ¿Será esto lo que llaman amor? Apuesto a que sí. Porque esta sensación que tuve desde el primer día no se ha desvanecido ni un instante, no ha dejado de transmitirme alegría y felicidad. No entiendo como lo consigue, pero puede hacerlo. A través de su mirada, su sonrisa y sus palabras. Irradia positividad y luz de una manera que nunca había conocido. Hasta tal punto que sabe contagiarme. Y luego le extraña cuando le digo que es la persona que me hace feliz. ¿Cómo no podría ser así? ¿Quién más, a parte de esa rubita de ojos verdes con sonrisa arrebatadora, adorable timidez y corazón de oro? Es imposible que nadie se le iguale, es imposible encontrar a alguien siquiera parecida a ella. Con su actitud de hierro que siempre la lleva a la meta, tanto en la pista como fuera de ella. Siempre fuerte, positiva. La admiro, es algo que puedo asegurar.
Y aunque sea alguien así, tiene bajadas. Más de las que me gustaría. Pero por eso mismo no paro de querer repetirle que estoy aquí. Para que llore en mi hombro, descargue sus frustraciones o grite de rabia. Porque quiero ser su pilar, siempre. Su fuerza, su resistencia. Movería montañas por ella, y solo quiero que le quede claro. Porque esto que siento es demasiado especial para mi.
Y aunque no podamos estar siempre juntos, cada segundo que logramos estar cerca es oro para mi. Me duele no vivir en la misma ciudad, pero al menos, sé que puedo hacerla sonreír y alegrarme a mi mismo el día con una de nuestras llamadas telefónicas. Aunque puedo hacer poco, quiero que sepa que si es por ella, me esforzaré. Cada momento es único, y quiero aprovecharlos.
No voy a dejar de sonreír, por muchos obstáculos que tengamos, porque sé que la tengo a mi lado.
Y es que se que por muy triste o penoso que haya sido el día, ahí estará para arreglarlo. Como la luz al final del túnel. La alegría que me hacen sentir sus besos o su risa. Su mirada intensa en unos ojos tan preciosos. Mía. Solo mía.

****


Ambos, bajo el mismo cielo. Ambos con lazos que los unen, lazos inquebrantables, resistentes. Y aunque es probable que nunca sean capaces de decir las cosas como son, frente a frente, los dos las entienden. Saben que no es el peso de las palabras, sino de las acciones. Y por eso, aunque saben que no han nacido el uno para el otro, se esfuerzan para amoldarse. Se hacen el uno al otro, poco a poco y sin prisa. Porque, ¿Quién debería de tener prisa cuando se está dando un beso? ¿Y cuando se disfruta de las cosas conforme vienen? Porque lo único que saben, es que se quieren. Y que lucharán por mantener el sentimiento a flote. Siempre, contra cada tormenta. Juntos.

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