lunes, 23 de noviembre de 2015

El Color de lo Ensombrecido - Capítulo 2

-¿Nombre completo?
-Joshua Penber.
-¿Fecha de nacimiento?
-Veinte de Diciembre de 1995
-¿Edad?
-Veintidós años, doctor.
-De acuerdo, Joshua. Todo bien. Lo siento, es sólo rutina la mayorías de veces innecesaria.
El chico está sentado en una camilla, ya con el pecho al descubierto. No tiene muy claro a que tipo de pruebas lo van a someter, pero sabe que el día va a ser muy, muy largo. Echa un vistazo al reloj, nueve y veinte de la mañana. Suelta un pequeño suspiro, mientras golpetea la superficie del colchón con los dedos. Es una situación no muy agradable para cualquier persona normal, así que aún no tiene muy claro cómo aún no ha perdido los cabales y salido corriendo a por una dosis. Lo necesita, probablemente más que nunca. De hecho... ¿Cuánta gente habrá salido corriendo? ¿Habrán logrado salir? ¿O es el único con pensamientos de esa índole? Quién sabe, pero ese tipo de monólogos internos no hacen más que aumentar su ansiedad.
El doctor comienza con lo básico, lo de siempre: Oscultar, comprobar ojos, boca, oídos... Quién sabe si encontrando algo fuera de lo normal. Después, comienzan las preguntas, a pesar de que ya sabe la mayoría de las respuestas.
-Bien, dime: ¿Has sentido algo diferente en los últimos meses?
-Bueno, yo... -Josh para un momento, no entiende que puede haber más diferente que el consumo indiscriminado de una droga- no sé muy bien a qué se refiere.
-Ya sabes -le responde el doctor, quitándose las gafas con aire cansado-, dolores en alguna parte del cuerpo, náuseas, mareos...
-No lo creo. No mientras no... Bueno, ya sabe. Lo típico, nada fuera de lo común.
No se encuentra con la fuerza suficiente para describir cómo se siente las pocas veces que ha dejado de consumir heroína por una u otra razón. No sabe como explicar que siente todo su cuerpo gritar, todo su ser temblar como una hoja seca. Pero no es dolor, no ese tipo de dolor.
-Eso es buena señal, si señor. De otra manera, podrá haber dañado de manera más grave algún órgano interno.
Rápidamente, pasan al análisis de sangre. Al ver la jeringuilla introduciéndose en su pálida piel, Joshua no tiene claro si siente alivio o desesperación. Ahí está, la sensación tan conocida, tan efermizamente placentera. Ese dolor agudo pero leve. Aunque, esta vez no es lo mismo. Esta vez la sustancia brilla por su ausencia, y eso lo trae por el camino de la amargura, por mucho que intenta no pensar en ello al mirar la brillante aguja desaparecer. Pronto todo termina, y el joven vuelve a respirar. Cierra los ojos durante un momento, pero pronto el médico le comenta:
-Si puedes, me gustaría que fueras al baño y llenaras este bote -dice sacando un recipiente pequeño de tapa amarilla-. Para un análisis de orina.


La mañana transcurre lenta y agónicamente, entre análisis, pruebas y tiempos de espera. El joven ha perdido la cuenta de los pasillos que ha recorrido, o de las caras que ha visto. Le han puesto una pulsera con su nombre y un código de barras, y al mirarla lo único que se le viene a la mente es la palabra “perro”. Pero desde luego no como esos perros callejeros que veía cada día rebuscando entre los contenedores, no. De esos de raza, con collares y chips, de los que creen que son libres. Y probablemente eso es lo que más le asquea de ser similar a un animal ahora mismo.
Preferiría ser una rata, desde luego éstas se asimilan mucho más a él. Pero, sea lo que sea, ahora se le ha ordenado seguir a la enfermera hasta su habitación. Le darán comida, y un par de pastillas. Supuestamente le ayudarán a controlar el mono, aunque él no confía demasiado en eso. De todas maneras, tener una cama dónde tirarse no le parece mala idea.
Sigue a la enfermera por los pasillos grises y sosos del edificio; las enfermeras también parecen todas iguales, curiosamente. ¿Los drogadictos serán iguales a los ojos de los demás? Una cosa está clara, si alguien es capaz de ver diferencia entre todos ellos, su mentalidad será igual al resto de la sociedad: Son gente mala, peligrosa. Vagabundos perdidos por las calles, delincuentes que roban, violan, atacan. Personas sin futuro, tirados junto a un contenedor de basura en una callejuela abandonada. Eso es lo que todo el mundo ve. No puede pedirles que reflexionaran sobre el por qué podrían haber acabado así, no sería justo. Da igual por qué el rico de turno es millonario, o por qué el que vive debajo de un puente no tiene ni zapatos. A nadie le importa por qué esa mujer llora mientras camina por la calle, o por qué aquel otro está gritando a su hijo. Nadie piensa en los demás. Si no hicieran, estarían perdidos. Así que realmente no importa que piensen de ellos, o de él. Joshua sabe de sobra que él ve a todo el mundo como una misma entidad, una masa uniforme de cuerpos y mentes. Nada ni nadie le interesa realmente, así que, ¿Por qué alguien iba a pensar de más sobre alguien de su calaña? Son lo más deplorable de esa sociedad.
La enfermera se para de repente junto a una puerta color azul. Faltan unos pocos centímetros para que Josh acabe pegándose contra su espalda, pero consigue reaccionar a tiempo. Estaba demasiado sumido en su propia mente como para darse cuenta de nada más. De hecho, le sorprendía haber sido capaz de seguirla sin perderse.
-Esta es tu habitación. Tu número de identificación corresponderá al del cuarto de ahora en adelante, ¿De acuerdo?
Echa un vistazo a la puerta: 042. De acuerdo, no es un número complicado, piensa.
-Vale. Gracias -dice, seco. No tiene ganas de hablar, ni de estar de pie. En realidad, no tiene ganas ni de respirar.
-No hay de qué -responde la enfermera, paciente. Habrá tenido que tratar con muchos desagradecidos e irrespetuosos-. En un rato te traerán la comida, junto a las pastillas. Mañana vendrán a buscarte para llevarte al psicólogo.
El chico se revuelve y se pasa la mano helada por el cuello. No sabe si tener todo planificado lo tranquiliza o lo pone aún más nervioso. Intenta que sea lo primero, porque como siga dejándose alterar por las situaciones, va a acabar fatal, lo sabe bien. Observa como la enfermera abre el cuarto con lo que probablemente sea una llave maestra. Es más que obvio que él no va a tener control ni siquiera sobre su propio cuarto, va a ir acompañado en todo momento, no lo necesita. Es una tontería, pero al menos tener la llave del sitio en el que duerme le haría sentir un poco más cómodo con todo esto.
Acaba entrando, y la enfermera cierra la puerta tras él. La sala no es muy grande: Una cama, un pequeño escritorio, una silla y una pequeña televisión sobre un aparador. Las paredes son azul celeste, y el suelo está compuesto por frías baldosas blancas. Esboza una pequeña sonrisa al darse cuenta de que todos los muebles tienen las esquinas redondeadas y perfectamente lijadas: Definitivamente, ese sitio es para locos. No se siente con fuerzas para mucho más, así que se deja caer sobre la cama y alcanza con el brazo el mando para encender la televisión. No es que le interese especialmente, tan solo que el ruido de fondo siempre le ha relajado. Y, a decir verdad, el silencio que reina en el edificio le resulta más que desagradable. Decide concentrar su atención el la tenue luz que entra a través de las finas cortinas blancas que cubren las ventanas. Fuera hace un día frío, eso seguro. Uno de esos días en los que vagaría por las calles jugando con el vaho que saldría de su boca. En realidad, aunque Dave le dijo que debía olvidar todo lo relacionado con el pasado, le resultaba agradable recordar. No era feliz, pero no se sentía tan desgraciado como en estos momentos.
Pronto la puerta se abre, junto con un agradable olor. Solo entonces, Josh se da cuenta de el vacío que reina en su estómago, y una pizca de alegría pasa por su mente. Aunque solo sea un ápice, es capaz de sentir como todo el cuerpo se le calienta. Se plantea por un segundo que quizá debería intentar ser más positivo.
La enfermera, increíblemente parecida a la que le había dirigido al cuarto hace un rato, le sonríe mientras deja la bandeja de comida en la mesa. Él aún no se siente capaz de devolver ese sencillo gesto. Observa a la mujer desaparecer un momento por la puerta de la habitación, para volver a los pocos segundos con un vasito de plástico en una mano y algo que parece ropa en la otra. Se acerca a la cama, y deja la ropa perfectamente doblada sobre ella.
-Es el uniforme. Te lo tienes que poner a partir de ahora, ¿De acuerdo?
-Sí, claro.
La enfermera le pasa el vasito, y Josh observa el interior. Hay dos pequeñas pastillas, una roja y otra blanca. La mira, esperando instrucciones, y ésta le dice:
-Tómalas antes de comer con el agua de la bandeja. Un encargado volverá para darte la cena sobre las siete.
Creía recordar que ya le habían dicho eso, pero no importaba demasiado. No es como si pudiera hacer planes e irme a otro lado, piensa, irónico. Echa un último vistazo a las dos pastillas alzando una ceja, y suspira. No sabe que son, pero lo más probable es que le ayuden con el terrible mono. Antes de que se de cuenta, la enfermera ya ha desaparecido y ha cerrado la puerta. Se pregunta por un momento si estará encerrado, pero no merece la pena comprobarlo. Probablemente sólo le causaría más ansiedad si fuera cierto, y si no, le provocaría unas tentativas ganas de salir corriendo. Se levanta con desgana de la cama, directo hacia la mesa para coger la botella de agua. No puede evitar ver los cubiertos: de plástico. De nuevo, esboza esa sonrisa. No puede evitar ver graciosa la excesiva seguridad, como si la gente estuviera tan desesperada como para golpearse la cabeza contra una esquina o rajarse con los cubiertos.
Sin pensarlo mucho más, se lleva las pastillas a la boca y las traga con ayuda del agua embotellada. Sabe muy diferente a la de las fuentes de la calle, aunque siga siendo agua. Después, empieza a comer como no lo había hecho en años. La ansiedad siempre le había despertado un apetito feroz, y de momento, no recordaba haberse sentido tan ansioso en toda su vida. Quizás aquel día. Pero esto es diferente de alguna manera, como si estuvieran dictando su propio juicio final. Irónico, teniendo en cuenta que se suponía que estaba metido en el centro para recuperarse e “iniciar una nueva vida”. Así lo llamaban.
Tras terminar la comida, se percata de que ni siquiera la ha saboreado. Pero poco le importa, ya que poco a poco está sintiendo cómo sus párpados van cayendo como plomo al mar. No sabe si es normal tener un sueño tan intenso de un instante a otro, como si nada. Entonces, se percata: Las pastillas. Una, por supuesto, es para controlar el mono. Pero... ¿La otra?
Rápidamente siente un calor intenso subir por su estómago. Por algún motivo, le cabrea terriblemente que lo hayan sedado. Como a un perro. Como a un triste perro. Se mira la pulsera de identificación, mientras nota su cuerpo cada vez más pesado. Este sitio es definitivamente el mismo infierno, piensa, incapaz de gritar o de golpear algo. Poco a poco se va arrastrando hasta la cama, como puede. No puede creer que le hayan dado una dosis tan potente, casi podría servir para tumbar a un caballo. Cuando se deja caer sobre ella, con la respiración pesada y los ojos ya cerrados, curiosamente no le molesta nada. No recuerda el motivo de su cabreo, no siente nada que esté fuera de la calma. Nota los mechones de su flequillo deslizándose por la frente, y como el pecho sube y baja regularmente. Pero lo único que le interesa es esa imagen que está viendo. Esos dos niños que corren felices por un jardín. Están riendo. Josh reconoce esa risa. ¿Hace cuánto que no la ha oído?

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