-¿Nombre completo?
-Joshua Penber.
-¿Fecha de nacimiento?
-Veinte de Diciembre de 1995
-¿Edad?
-Veintidós años, doctor.
-De acuerdo, Joshua. Todo bien. Lo siento, es sólo
rutina la mayorías de veces innecesaria.
El chico está sentado en una camilla, ya con el
pecho al descubierto. No tiene muy claro a que tipo de pruebas lo van
a someter, pero sabe que el día va a ser muy, muy largo. Echa un
vistazo al reloj, nueve y veinte de la mañana. Suelta un pequeño
suspiro, mientras golpetea la superficie del colchón con los dedos.
Es una situación no muy agradable para cualquier persona normal, así
que aún no tiene muy claro cómo aún no ha perdido los cabales y
salido corriendo a por una dosis. Lo necesita, probablemente más que
nunca. De hecho... ¿Cuánta gente habrá salido corriendo? ¿Habrán
logrado salir? ¿O es el único con pensamientos de esa índole?
Quién sabe, pero ese tipo de monólogos internos no hacen más que
aumentar su ansiedad.
El doctor comienza con lo básico, lo de siempre:
Oscultar, comprobar ojos, boca, oídos... Quién sabe si encontrando
algo fuera de lo normal. Después, comienzan las preguntas, a pesar
de que ya sabe la mayoría de las respuestas.
-Bien, dime: ¿Has sentido algo diferente en los
últimos meses?
-Bueno, yo... -Josh para un momento, no entiende que
puede haber más diferente que el consumo indiscriminado de una
droga- no sé muy bien a qué se refiere.
-Ya sabes -le responde el doctor, quitándose las
gafas con aire cansado-, dolores en alguna parte del cuerpo, náuseas,
mareos...
-No lo creo. No mientras no... Bueno, ya sabe. Lo
típico, nada fuera de lo común.
No se encuentra con la fuerza suficiente para
describir cómo se siente las pocas veces que ha dejado de consumir
heroína por una u otra razón. No sabe como explicar que siente todo
su cuerpo gritar, todo su ser temblar como una hoja seca. Pero no es
dolor, no ese tipo de dolor.
-Eso es buena señal, si señor. De otra manera,
podrá haber dañado de manera más grave algún órgano interno.
Rápidamente, pasan al análisis de sangre. Al ver
la jeringuilla introduciéndose en su pálida piel, Joshua no tiene
claro si siente alivio o desesperación. Ahí está, la sensación
tan conocida, tan efermizamente placentera. Ese dolor agudo pero
leve. Aunque, esta vez no es lo mismo. Esta vez la sustancia brilla
por su ausencia, y eso lo trae por el camino de la amargura, por
mucho que intenta no pensar en ello al mirar la brillante aguja
desaparecer. Pronto todo termina, y el joven vuelve a respirar.
Cierra los ojos durante un momento, pero pronto el médico le
comenta:
-Si puedes, me gustaría que fueras al baño y
llenaras este bote -dice sacando un recipiente pequeño de tapa
amarilla-. Para un análisis de orina.
La mañana transcurre lenta y agónicamente, entre
análisis, pruebas y tiempos de espera. El joven ha perdido la cuenta
de los pasillos que ha recorrido, o de las caras que ha visto. Le han
puesto una pulsera con su nombre y un código de barras, y al mirarla
lo único que se le viene a la mente es la palabra “perro”. Pero
desde luego no como esos perros callejeros que veía cada día
rebuscando entre los contenedores, no. De esos de raza, con collares
y chips, de los que creen que son libres. Y probablemente eso es lo
que más le asquea de ser similar a un animal ahora mismo.
Preferiría ser una rata, desde luego éstas se
asimilan mucho más a él. Pero, sea lo que sea, ahora se le ha
ordenado seguir a la enfermera hasta su habitación. Le darán
comida, y un par de pastillas. Supuestamente le ayudarán a controlar
el mono, aunque él no confía demasiado en eso. De todas maneras,
tener una cama dónde tirarse no le parece mala idea.
Sigue a la enfermera por los pasillos grises y sosos
del edificio; las enfermeras también parecen todas iguales,
curiosamente. ¿Los drogadictos serán iguales a los ojos de los
demás? Una cosa está clara, si alguien es capaz de ver diferencia
entre todos ellos, su mentalidad será igual al resto de la
sociedad: Son gente mala, peligrosa. Vagabundos perdidos por las
calles, delincuentes que roban, violan, atacan. Personas sin futuro,
tirados junto a un contenedor de basura en una callejuela abandonada.
Eso es lo que todo el mundo ve. No puede pedirles que reflexionaran
sobre el por qué podrían haber acabado así, no sería justo. Da
igual por qué el rico de turno es millonario, o por qué el que vive
debajo de un puente no tiene ni zapatos. A nadie le importa por qué
esa mujer llora mientras camina por la calle, o por qué aquel otro
está gritando a su hijo. Nadie piensa en los demás. Si no hicieran,
estarían perdidos. Así que realmente no importa que piensen de
ellos, o de él. Joshua sabe de sobra que él ve a todo el mundo como
una misma entidad, una masa uniforme de cuerpos y mentes. Nada ni
nadie le interesa realmente, así que, ¿Por qué alguien iba a
pensar de más sobre alguien de su calaña? Son lo más deplorable de
esa sociedad.
La enfermera se para de repente junto a una puerta
color azul. Faltan unos pocos centímetros para que Josh acabe
pegándose contra su espalda, pero consigue reaccionar a tiempo.
Estaba demasiado sumido en su propia mente como para darse cuenta de
nada más. De hecho, le sorprendía haber sido capaz de seguirla sin
perderse.
-Esta es tu habitación. Tu número de
identificación corresponderá al del cuarto de ahora en adelante,
¿De acuerdo?
Echa un vistazo a la puerta: 042. De acuerdo, no es
un número complicado, piensa.
-Vale. Gracias -dice, seco. No tiene ganas de
hablar, ni de estar de pie. En realidad, no tiene ganas ni de
respirar.
-No hay de qué -responde la enfermera, paciente.
Habrá tenido que tratar con muchos desagradecidos e irrespetuosos-.
En un rato te traerán la comida, junto a las pastillas. Mañana
vendrán a buscarte para llevarte al psicólogo.
El chico se revuelve y se pasa la mano helada por el
cuello. No sabe si tener todo planificado lo tranquiliza o lo pone
aún más nervioso. Intenta que sea lo primero, porque como siga
dejándose alterar por las situaciones, va a acabar fatal, lo sabe
bien. Observa como la enfermera abre el cuarto con lo que
probablemente sea una llave maestra. Es más que obvio que él no va
a tener control ni siquiera sobre su propio cuarto, va a ir
acompañado en todo momento, no lo necesita. Es una tontería, pero
al menos tener la llave del sitio en el que duerme le haría sentir
un poco más cómodo con todo esto.
Acaba entrando, y la enfermera cierra la puerta tras
él. La sala no es muy grande: Una cama, un pequeño escritorio, una
silla y una pequeña televisión sobre un aparador. Las paredes son
azul celeste, y el suelo está compuesto por frías baldosas blancas.
Esboza una pequeña sonrisa al darse cuenta de que todos los muebles
tienen las esquinas redondeadas y perfectamente lijadas:
Definitivamente, ese sitio es para locos. No se siente con fuerzas
para mucho más, así que se deja caer sobre la cama y alcanza con el
brazo el mando para encender la televisión. No es que le interese
especialmente, tan solo que el ruido de fondo siempre le ha relajado.
Y, a decir verdad, el silencio que reina en el edificio le resulta
más que desagradable. Decide concentrar su atención el la tenue luz
que entra a través de las finas cortinas blancas que cubren las
ventanas. Fuera hace un día frío, eso seguro. Uno de esos días en
los que vagaría por las calles jugando con el vaho que saldría de
su boca. En realidad, aunque Dave le dijo que debía olvidar todo lo
relacionado con el pasado, le resultaba agradable recordar. No era
feliz, pero no se sentía tan desgraciado como en estos momentos.
Pronto la puerta se abre, junto con un agradable
olor. Solo entonces, Josh se da cuenta de el vacío que reina en su
estómago, y una pizca de alegría pasa por su mente. Aunque solo sea
un ápice, es capaz de sentir como todo el cuerpo se le calienta. Se
plantea por un segundo que quizá debería intentar ser más
positivo.
La enfermera, increíblemente parecida a la que le
había dirigido al cuarto hace un rato, le sonríe mientras deja la
bandeja de comida en la mesa. Él aún no se siente capaz de devolver
ese sencillo gesto. Observa a la mujer desaparecer un momento por la
puerta de la habitación, para volver a los pocos segundos con un
vasito de plástico en una mano y algo que parece ropa en la otra. Se
acerca a la cama, y deja la ropa perfectamente doblada sobre ella.
-Es el uniforme. Te lo tienes que poner a partir de
ahora, ¿De acuerdo?
-Sí, claro.
La enfermera le pasa el vasito, y Josh observa el
interior. Hay dos pequeñas pastillas, una roja y otra blanca. La
mira, esperando instrucciones, y ésta le dice:
-Tómalas antes de comer con el agua de la bandeja.
Un encargado volverá para darte la cena sobre las siete.
Creía recordar que ya le habían dicho eso, pero no
importaba demasiado. No es como si pudiera hacer planes e irme a otro
lado, piensa, irónico. Echa un último vistazo a las dos pastillas
alzando una ceja, y suspira. No sabe que son, pero lo más probable
es que le ayuden con el terrible mono. Antes de que se de cuenta, la
enfermera ya ha desaparecido y ha cerrado la puerta. Se pregunta por
un momento si estará encerrado, pero no merece la pena comprobarlo.
Probablemente sólo le causaría más ansiedad si fuera cierto, y si
no, le provocaría unas tentativas ganas de salir corriendo. Se
levanta con desgana de la cama, directo hacia la mesa para coger la
botella de agua. No puede evitar ver los cubiertos: de plástico. De
nuevo, esboza esa sonrisa. No puede evitar ver graciosa la excesiva
seguridad, como si la gente estuviera tan desesperada como para
golpearse la cabeza contra una esquina o rajarse con los cubiertos.
Sin pensarlo mucho más, se lleva las pastillas a la
boca y las traga con ayuda del agua embotellada. Sabe muy diferente a
la de las fuentes de la calle, aunque siga siendo agua. Después,
empieza a comer como no lo había hecho en años. La ansiedad siempre
le había despertado un apetito feroz, y de momento, no recordaba
haberse sentido tan ansioso en toda su vida. Quizás aquel día. Pero
esto es diferente de alguna manera, como si estuvieran dictando su
propio juicio final. Irónico, teniendo en cuenta que se suponía que
estaba metido en el centro para recuperarse e “iniciar una nueva
vida”. Así lo llamaban.
Tras terminar la comida, se percata de que ni
siquiera la ha saboreado. Pero poco le importa, ya que poco a poco
está sintiendo cómo sus párpados van cayendo como plomo al mar. No
sabe si es normal tener un sueño tan intenso de un instante a otro,
como si nada. Entonces, se percata: Las pastillas. Una, por supuesto,
es para controlar el mono. Pero... ¿La otra?
Rápidamente siente un calor intenso subir por su
estómago. Por algún motivo, le cabrea terriblemente que lo hayan
sedado. Como a un perro. Como a un triste perro. Se mira la pulsera
de identificación, mientras nota su cuerpo cada vez más pesado.
Este sitio es definitivamente el mismo infierno, piensa, incapaz de
gritar o de golpear algo. Poco a poco se va arrastrando hasta la
cama, como puede. No puede creer que le hayan dado una dosis tan
potente, casi podría servir para tumbar a un caballo. Cuando se deja
caer sobre ella, con la respiración pesada y los ojos ya cerrados,
curiosamente no le molesta nada. No recuerda el motivo de su cabreo,
no siente nada que esté fuera de la calma. Nota los mechones de su
flequillo deslizándose por la frente, y como el pecho sube y baja
regularmente. Pero lo único que le interesa es esa imagen que está
viendo. Esos dos niños que corren felices por un jardín. Están
riendo. Josh reconoce esa risa. ¿Hace cuánto que no la ha oído?
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