La luz inunda su campo de visión
demasiado rápido. Josh se ve obligado a entrecerrar más los ojos,
no es capaz de distinguir nada con tanta luminosidad. Poco a poco y
con más pestañeos de lo normal, va distinguiendo formas y colores.
El inmaculado marco de la ventana y las pulcras cortinas están justo
en frente, su mejilla derecha está apoyada en las sábanas. Éstas
tienen ese olor genérico tan común en los hospitales. Al principio,
no es capaz de ubicarse -¿Qué? ¿Dónde...?-. Pero no tarda mucho
en recordar. Entonces, suelta un gran, gran suspiro. Le desagrada
pensar que haber olvidado todo por un segundo y obligarse a
recordarlo es como haberlo vivido dos veces. Rueda en la cama para
quedarse boca arriba, y se frota los ojos con fuerza. Dios sabe
cuánto hubiera preferido no despertar. Aunque la realidad es la
realidad, y no podía esperar morir sólo con un tranquilizante.
Se alza ligeramente, apoyándose en los
antebrazos. Todo sigue igual: el plato de comida sucio, la botella
abierta, la ropa en una esquina de la cama, el murmullo de la
televisión sonando de fondo... Definitivamente es la misma
inquietante calma, la misma sensación de miseria que inunda el
ambiente. Pero hay algo diferente. Ya no siente ese nerviosismo, esas
ganas de salir corriendo. Ya no siente como le palpita la zona
superior del antebrazo izquierdo. Ya no siente esa desesperación que
le apretaba el corazón por momentos. La pastilla parece haber hecho
efecto, eso no puede dudarlo. Pero le resulta extraño sentirse
totalmente normal y relajado físicamente sin estar desestabilizado
mentalmente. Puede que su cuerpo se haya calmado, pero su mente sigue
deseando esa sensación de paz, de euforia. Darle fin al mundo por
unas horas.
Con otro vistazo desinteresado al
cuarto, recuerda que debe de ponerse el dichoso uniforme. Pone una
mueca de asco, y chasquea la lengua. No le hace gracia la idea de
quitarse la cazadora, ni los pitillos negros, y mucho menos sus
preciadas botas. Además, el olor que desprende toda tela lavada en
centros sanitarios y demás le resulta repulsivo. Pero tiene que
seguir las instrucciones, se recuerda que ya no le queda otra. Poco a
poco se va desnudando, y reemplazando su ropa por la nueva. No es
gran cosa, o más bien, casi nada: una camiseta interior blanca de
manga larga y unos pantalones con camisa de manga corta azules cían
que prácticamente lo entierran. Le recuerda a los uniformes naranjas
de los presos de las películas, pero esto es más como un pijama.
Agradece profundamente que no haya espejos, porque si no seguramente
ya estarían rotos. Con pesadez, se sienta en la cama y mira el reloj
que hay sobre la televisión. Marca las siete de la mañana. ¿Cuánto
tiempo ha estado durmiendo?
Una vez más, está sentado en una de
las cientos de sillas de espera que están esparcidas por
absolutamente todos los pasillos. Todo parece idéntico, y eso le
asusta. Se lleva la mano al cuello, y juguetea con el nacimiento del
pelo de la nuca, preguntándose si el miedo que le produce el sitio
se irá en algún punto de los tres días de ingreso. Mira a la
derecha, y observa a dos enfermeras charlando al fondo del pasillo,
de cuya conversación solo puede oír murmullos. Está tan centrado
en ellas que no se da cuenta de que la puerta por la que espera se
abre.
-¿Señor Penber?
La voz le sobresalta, y hace que se
gire de golpe. Al ver a un hombre mayor, con barba y pelo gris y un
traje de los años 80, Joshua sólo puede pensar en que seguramente
haya parecido un niño indefenso y asustadizo. Pero, para qué
mentir: así es como se siente.
El hombre le invita amablemente a pasar
al cuarto. Al chico le sorprende ver como el ambiente interior de la
sala es completamente diferente al resto de lugares del edificio
dónde había estado anteriormente. El suelo seguía siendo baldosa
blanca, pero las paredes estaban pintadas de un marrón claro, y
estaban cubiertas de cuadros y fotografías enmarcadas. Nada más
entrar, a la derecha, estaba situado un sofá de cuero rojo, parecía
caro. Justo delante, a la izquierda, un gran perchero y varias
estatuas de decoración. Y al frente, un magnífico escritorio de
madera coronaba la sala. Éste estaba complementado por un par de
sillones que combinaban con el sofá. Todo parecía ostentoso, se
notaba que era el hombre quién lo había decorado y dispuesto todo.
Después de analizar la sala
rápidamente, Josh observa al hombre caminar hacia el sillón tras el
escritorio, y éste le señala el otro. El chico no duda, y camina
todo lo rápido que puede hacia el asiento. Tras eso, hay unos
incómodos segundos de silencio, en los que se tensa. No le gusta que
el hombre lo mire así, se siente juzgado y criticado.
-Bueno, señor Penber... ¿O prefiere
que lo llame Joshua?
-Joshua está mejor -dice, notando
temblar su voz-, gracias.
-Lo suponía, es usted muy joven. Yo
soy el doctor Well, especializado en psicología, como ya sabrá. Así
que, dígame, Joshua... ¿Por qué está aquí exactamente?
Él juega con los dedos de sus manos
frenéticamente por debajo de la mesa. Está seguro de que ya sabe
todo eso, tiene una carpeta con su expediente encima de la mesa.
Entonces, ¿Por qué las preguntas innecesarias? Lo mira, y ve como
el hombre mantiene alzada una ceja, casi analizando su lenguaje
corporal.
-Pues... Hace un año comencé a
consumir he...
Un carraspeo del hombre lo corta en
seco, asustándolo. No se esperaba la interrupción. En su lugar, el
doctor Well toma la palabra:
-Sustancias, sí -concluye, mientras
escribe algo en la libreta que tiene delante-. ¿Tiene algún trauma
de la infancia que pueda recordar?
-No -responde seco y cortante, no le
gusta hablar de su infancia-. Nada de eso.
-Si no me cuenta la verdad no voy a
poder hacer nada por usted.
Josh aprieta los puños, está seguro
de que se está poniendo rojo, pero poco puede hacer. Sabe de sobra
que ya no tiene por qué mentir, no lo está haciendo. ¿Por qué ese
hombre le está llamando a la cara mentiroso?
-No le estoy mintiendo, joder. ¿Por
qué iba a hacerlo?
-Entonces, ¿Por qué ese tono tan
agresivo? Esa respuesta suele estar relacionada a...
-¡No me importa a qué esté
relacionada! -responde, elevando la voz más de lo que pretendía.
Pero, al darse cuenta de lo que está haciendo, baja el tono a uno
casi inaudible- No es nada de lo que está pensando. Simplemente son
recuerdos que no me gusta compartir.
Lo recuerda, aún sigue recordando el
pequeño jardín trasero, con el balancín. Las tranquilas tardes de
verano, jugando con Dave, bajo la relajada mirada de sus padres. El
cuarto de juegos, luminoso y colorido. La flamante bicicleta azul que
le regalaron a los doce. Su primera fiesta a los quince. Dave
estudiando duramente para la universidad un año después. Sus
padres, orgullosos de sus calificaciones, sonriendo vivamente. Todo
era perfecto. Aquello era demasiado preciado para él como para
compartirlo con el primer extraño que pase por delante.
La hora entera giró en torno al empeño
incesante del doctor Well en sacar a la luz su supuesto trauma
infantil. En torno a su mirada vacía. En torno a sus suspiros, y sus
miles de notas en el dichoso cuaderno. Ese hombre lo ponía enfermo,
literalmente. Había sentido varias arcadas durante la sesión. O a
lo mejor fueron por la medicación, quién sabe. De todas maneras,
Josh se siente feliz por haber alcanzado un nuevo nivel de auto
control: no le había dado un puñetazo, por muchas ganas que había
tenido. Ya había estado antes en psicólogos, Dave le pagó unos
cuantos, y son todos iguales para él. Una panda de idiotas que se
hacen llamar doctores, pero que lo único que saben hacer es crear
estrés, en lugar de liberarlo. Por suerte, todo ha acabado, y tiene
tiempo libre. No sabe qué quiere hacer, pero cualquier cosa es mejor
que ese hombre, o que los análisis médicos. Aunque sabe bien que al
día siguiente será más de lo mismo. Más que curarle, siente que
la situación va a hacerle perder los cabales, definitivamente.
Cuando llega a la habitación y la
enfermera se va, se apoya contra la puerta, y se deja caer,
lentamente. Se revuelve el pelo, y esconde la cabeza entre las
rodillas. Si apenas ha logrado soportar el primer día y medio, ¿Cómo
va a soportar lo que queda? Y, más importante, ¿Cómo va a aguantar
los siguientes tres meses en el maldito centro post-tratamiento,
perdido en quién sabe dónde? No se siente con fuerzas para nada
más. Ya no es la necesidad de heroína lo que lo hace enloquecer,
sino un simple pensamiento: “Todo esto... ¿Para qué?”
Por primera vez en mucho tiempo, siente
el verdadero peso de estar solo, completamente solo. ¿Es esto lo que
leyó tantas veces en esas novelas? Recuerda la descripción de la
soledad: nadie por lo que seguir, nadie en quién apoyarse; todo
carece de sentido, nada parece tener color; un vacío interior,
enorme, gigante.
Sí, definitivamente había leído
sobre ello. Pero ni la más detallada descripción puede compararse
al dolor que se lo está comiendo vivo en estos momentos.
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