martes, 1 de diciembre de 2015

El Color de lo Ensombrecido - Capítulo 3

La luz inunda su campo de visión demasiado rápido. Josh se ve obligado a entrecerrar más los ojos, no es capaz de distinguir nada con tanta luminosidad. Poco a poco y con más pestañeos de lo normal, va distinguiendo formas y colores. El inmaculado marco de la ventana y las pulcras cortinas están justo en frente, su mejilla derecha está apoyada en las sábanas. Éstas tienen ese olor genérico tan común en los hospitales. Al principio, no es capaz de ubicarse -¿Qué? ¿Dónde...?-. Pero no tarda mucho en recordar. Entonces, suelta un gran, gran suspiro. Le desagrada pensar que haber olvidado todo por un segundo y obligarse a recordarlo es como haberlo vivido dos veces. Rueda en la cama para quedarse boca arriba, y se frota los ojos con fuerza. Dios sabe cuánto hubiera preferido no despertar. Aunque la realidad es la realidad, y no podía esperar morir sólo con un tranquilizante.
Se alza ligeramente, apoyándose en los antebrazos. Todo sigue igual: el plato de comida sucio, la botella abierta, la ropa en una esquina de la cama, el murmullo de la televisión sonando de fondo... Definitivamente es la misma inquietante calma, la misma sensación de miseria que inunda el ambiente. Pero hay algo diferente. Ya no siente ese nerviosismo, esas ganas de salir corriendo. Ya no siente como le palpita la zona superior del antebrazo izquierdo. Ya no siente esa desesperación que le apretaba el corazón por momentos. La pastilla parece haber hecho efecto, eso no puede dudarlo. Pero le resulta extraño sentirse totalmente normal y relajado físicamente sin estar desestabilizado mentalmente. Puede que su cuerpo se haya calmado, pero su mente sigue deseando esa sensación de paz, de euforia. Darle fin al mundo por unas horas.
Con otro vistazo desinteresado al cuarto, recuerda que debe de ponerse el dichoso uniforme. Pone una mueca de asco, y chasquea la lengua. No le hace gracia la idea de quitarse la cazadora, ni los pitillos negros, y mucho menos sus preciadas botas. Además, el olor que desprende toda tela lavada en centros sanitarios y demás le resulta repulsivo. Pero tiene que seguir las instrucciones, se recuerda que ya no le queda otra. Poco a poco se va desnudando, y reemplazando su ropa por la nueva. No es gran cosa, o más bien, casi nada: una camiseta interior blanca de manga larga y unos pantalones con camisa de manga corta azules cían que prácticamente lo entierran. Le recuerda a los uniformes naranjas de los presos de las películas, pero esto es más como un pijama. Agradece profundamente que no haya espejos, porque si no seguramente ya estarían rotos. Con pesadez, se sienta en la cama y mira el reloj que hay sobre la televisión. Marca las siete de la mañana. ¿Cuánto tiempo ha estado durmiendo?

Una vez más, está sentado en una de las cientos de sillas de espera que están esparcidas por absolutamente todos los pasillos. Todo parece idéntico, y eso le asusta. Se lleva la mano al cuello, y juguetea con el nacimiento del pelo de la nuca, preguntándose si el miedo que le produce el sitio se irá en algún punto de los tres días de ingreso. Mira a la derecha, y observa a dos enfermeras charlando al fondo del pasillo, de cuya conversación solo puede oír murmullos. Está tan centrado en ellas que no se da cuenta de que la puerta por la que espera se abre.
-¿Señor Penber?
La voz le sobresalta, y hace que se gire de golpe. Al ver a un hombre mayor, con barba y pelo gris y un traje de los años 80, Joshua sólo puede pensar en que seguramente haya parecido un niño indefenso y asustadizo. Pero, para qué mentir: así es como se siente.
El hombre le invita amablemente a pasar al cuarto. Al chico le sorprende ver como el ambiente interior de la sala es completamente diferente al resto de lugares del edificio dónde había estado anteriormente. El suelo seguía siendo baldosa blanca, pero las paredes estaban pintadas de un marrón claro, y estaban cubiertas de cuadros y fotografías enmarcadas. Nada más entrar, a la derecha, estaba situado un sofá de cuero rojo, parecía caro. Justo delante, a la izquierda, un gran perchero y varias estatuas de decoración. Y al frente, un magnífico escritorio de madera coronaba la sala. Éste estaba complementado por un par de sillones que combinaban con el sofá. Todo parecía ostentoso, se notaba que era el hombre quién lo había decorado y dispuesto todo.
Después de analizar la sala rápidamente, Josh observa al hombre caminar hacia el sillón tras el escritorio, y éste le señala el otro. El chico no duda, y camina todo lo rápido que puede hacia el asiento. Tras eso, hay unos incómodos segundos de silencio, en los que se tensa. No le gusta que el hombre lo mire así, se siente juzgado y criticado.
-Bueno, señor Penber... ¿O prefiere que lo llame Joshua?
-Joshua está mejor -dice, notando temblar su voz-, gracias.
-Lo suponía, es usted muy joven. Yo soy el doctor Well, especializado en psicología, como ya sabrá. Así que, dígame, Joshua... ¿Por qué está aquí exactamente?
Él juega con los dedos de sus manos frenéticamente por debajo de la mesa. Está seguro de que ya sabe todo eso, tiene una carpeta con su expediente encima de la mesa. Entonces, ¿Por qué las preguntas innecesarias? Lo mira, y ve como el hombre mantiene alzada una ceja, casi analizando su lenguaje corporal.
-Pues... Hace un año comencé a consumir he...
Un carraspeo del hombre lo corta en seco, asustándolo. No se esperaba la interrupción. En su lugar, el doctor Well toma la palabra:
-Sustancias, sí -concluye, mientras escribe algo en la libreta que tiene delante-. ¿Tiene algún trauma de la infancia que pueda recordar?
-No -responde seco y cortante, no le gusta hablar de su infancia-. Nada de eso.
-Si no me cuenta la verdad no voy a poder hacer nada por usted.
Josh aprieta los puños, está seguro de que se está poniendo rojo, pero poco puede hacer. Sabe de sobra que ya no tiene por qué mentir, no lo está haciendo. ¿Por qué ese hombre le está llamando a la cara mentiroso?
-No le estoy mintiendo, joder. ¿Por qué iba a hacerlo?
-Entonces, ¿Por qué ese tono tan agresivo? Esa respuesta suele estar relacionada a...
-¡No me importa a qué esté relacionada! -responde, elevando la voz más de lo que pretendía. Pero, al darse cuenta de lo que está haciendo, baja el tono a uno casi inaudible- No es nada de lo que está pensando. Simplemente son recuerdos que no me gusta compartir.

Lo recuerda, aún sigue recordando el pequeño jardín trasero, con el balancín. Las tranquilas tardes de verano, jugando con Dave, bajo la relajada mirada de sus padres. El cuarto de juegos, luminoso y colorido. La flamante bicicleta azul que le regalaron a los doce. Su primera fiesta a los quince. Dave estudiando duramente para la universidad un año después. Sus padres, orgullosos de sus calificaciones, sonriendo vivamente. Todo era perfecto. Aquello era demasiado preciado para él como para compartirlo con el primer extraño que pase por delante.

La hora entera giró en torno al empeño incesante del doctor Well en sacar a la luz su supuesto trauma infantil. En torno a su mirada vacía. En torno a sus suspiros, y sus miles de notas en el dichoso cuaderno. Ese hombre lo ponía enfermo, literalmente. Había sentido varias arcadas durante la sesión. O a lo mejor fueron por la medicación, quién sabe. De todas maneras, Josh se siente feliz por haber alcanzado un nuevo nivel de auto control: no le había dado un puñetazo, por muchas ganas que había tenido. Ya había estado antes en psicólogos, Dave le pagó unos cuantos, y son todos iguales para él. Una panda de idiotas que se hacen llamar doctores, pero que lo único que saben hacer es crear estrés, en lugar de liberarlo. Por suerte, todo ha acabado, y tiene tiempo libre. No sabe qué quiere hacer, pero cualquier cosa es mejor que ese hombre, o que los análisis médicos. Aunque sabe bien que al día siguiente será más de lo mismo. Más que curarle, siente que la situación va a hacerle perder los cabales, definitivamente.

Cuando llega a la habitación y la enfermera se va, se apoya contra la puerta, y se deja caer, lentamente. Se revuelve el pelo, y esconde la cabeza entre las rodillas. Si apenas ha logrado soportar el primer día y medio, ¿Cómo va a soportar lo que queda? Y, más importante, ¿Cómo va a aguantar los siguientes tres meses en el maldito centro post-tratamiento, perdido en quién sabe dónde? No se siente con fuerzas para nada más. Ya no es la necesidad de heroína lo que lo hace enloquecer, sino un simple pensamiento: “Todo esto... ¿Para qué?”
Por primera vez en mucho tiempo, siente el verdadero peso de estar solo, completamente solo. ¿Es esto lo que leyó tantas veces en esas novelas? Recuerda la descripción de la soledad: nadie por lo que seguir, nadie en quién apoyarse; todo carece de sentido, nada parece tener color; un vacío interior, enorme, gigante.
Sí, definitivamente había leído sobre ello. Pero ni la más detallada descripción puede compararse al dolor que se lo está comiendo vivo en estos momentos.


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