martes, 15 de noviembre de 2016

La Revuelta - Los inicios (1)

Caminaba por la acera sin prisa alguna. Hacía frío, eso era cierto, pero eso no impedía que andase con la espalda totalmente recta. Era alto, imponente, de paso firme. Pero, a su vez, transmitía una tranquilidad digna de alguien que sabe que nadie ni nada lo puede herir. Iba solo, pero avanzaba en medio de una masa de gente. Todos iguales, tan grises con ese uniforme escolar. Solo él parecía resaltar, y es que todos sabían quién era él, a pesar de que raramente abriese la boca. Nadie podía evitar mirarle de reojo, o directamente si no tenían vergüenza. Casi parecía que se alejaban dejándole espacio a su paso. Pero él sólo seguía andando, calado en sus pensamientos que se mezclaban con la música que se escapaba de sus auriculares. Demasiado enérgica para las ocho de la mañana, pensarían alguno. Pero era cierto, al fin y al cabo, él era imperturbable.
Sólo al llegar a las rejas del tedioso edificio, sacó las manos de su bolsillo para retirarse ligeramente la capucha hacia atrás y hacer un gesto a modo de saludo a su vez. El chico apoyado en la pared de ladrillo raso, que se fumaba un cigarrillo con un cierto toque de soberbia, movió la cabeza sutilmente y formó una semi sonrisa en su semblante impasible. Es cierto que era considerablemente más bajo que su compañero, a pesar de ser mayor. Pero, debajo de ése flequillo negro, siempre alborotado, que le caía en mechones desordenados por la frente, se encontraba la más heladora de las miradas. Todos los que estaban a su alrededor lo sabían, era mejor no molestarle. Se le conocía por ser terriblemente ágil y cruel. Todo esto contrastaba bastante con su cara, parecida a la de un ángel, una muñeca de porcelana. Y también a su cuerpo, pequeño, delgado, a primera vista enclenque. Las apariencias engañan, se dice. El timbre sonó, marcando la entrada al edificio. Yoongi suspiró de mala gana, sacudiendo la cabeza y poniendo en ligero movimiento los pequeños aros plateados que adornaban sus lóbulos. Acto seguido, dejó caer el cigarrillo de sus dedos y lo aplastó con la suela del zapato, en un movimiento totalmente mecanizado. El humo pasó desapercibido entre el vaho que salía de la boca de los estudiantes.
Dentro del edificio, el moreno soltó un pequeño golpe en el hombro a un chico de su promoción, que estaba rodeado de gente. 
-Vamos, Hoseok -le dijo, con una ironía que sólo ambos podían notar-. Deja de hacer el tonto con esas chicas, tu novia se va a enfadar. 
Acto seguido, se alejó hacia la clase con una sonrisa en los labios. Hoseok intentó responderle, pero entre el gentío, definitivamente era imposible. Se pasó una mano por el cabello anaranjado, divertido, pensando en como podría devolvérsela. Después, se volvió hacia el corro de chicas que lo rodeaba anteriormente. Lo miraban algo decepcionadas, algunas haciendo un puchero, otras frunciendo el ceño. El chico las tranquilizó con su bien conocida carisma, sacándoles unas cuantas risas y otro par de sonrisas lascivas a cada una. Qué le iba a hacer él, si era un alma libre. Qué iba a hacer si le gustaba experimentar, y, sobre todo, si tenía un don para ello. Pero, justo después, sonó el último timbre. Debía entrar. Mientras caminaba, se ató la chaqueta delicadamente.
Se sentó en su sitio correspondiente, jovial. Para su agrado, lo habían situado al fondo del aula, muy cerca de uno de sus amigos. Yoongi no tuvo tanta suerte, recordó con una sonrisa en la cara. Parecía que por ser repetidor -y algo problemático, a decir verdad-, habían decidido que sería mejor situarlo en las primeras filas. Contempló por un segundo el perfil de su amigo, que miraba a un lateral del aula con el ceño fruncido. Siempre parecía desafiar a todo y a todos. Chaqueta desatada, camisa negra en lugar de blanca, collares, pendientes... La dirección se había rendido con él. Ni las expulsiones ni los partes tenían efectos. En ese instante, el tutor entró por la puerta. La bulla del gentío del aula fue calmándose poco a poco, y el moreno chasqueó la lengua para después apoyar su mejilla contra su puño, fastidiado. El profesor hizo una repasada general a cada cabeza del aula, algo común para comprobar si faltaba alguien. Se detuvo un momento sobre Hoseok, que estaba reclinado en su asiento, con una sonrisa burlona. Al darse cuenta, rápidamente corrigió su postura. Pero con su amigo eso no bastó:
-Namjoon, quítate la capucha. Ya. 
El chico alzó lentamente la cabeza, con una tranquilidad sorprendente. Sacar las mejores notas del centro no le salvaba de cumplir las reglas generales. Tal y como en el camino, sus compañeros le miraron, sin excepción, durante unos pocos segundos. Se escuchó una risita ahogada de Yoongi, seguida por una mirada hacia el moreno de Namjoon. Sacudió la cabeza, sonriendo, y después miró a Hoseok. Eran incorregibles, sí.
En el patio, dos alumnos permanecían escondidos de todas las miradas. Historia no era objeto de su devoción. Mientras que el rubio más alto hacía rodar su skate, el otro chico, de semblante infantil pero facciones duras miraba a su compañero. Estaba sentado en un banco de hormigón, enseñando las rodillas a través del pantalón agujereado. Tenía tantos así que ya no sabía cuales estaban destrozados por él mismo o cuales se habían roto por las caídas y el desgaste. Suspiró pesadamente, mientras hacía girar su Helix. Finalmente, se decidió a preguntar al rubio:
-Oye, Tae, ¿Crees que ese enano vendrá? Tiene demasiada cara de bueno como para saltarse una clase, no sé yo si...
Entonces, el chico se giró, cogió su skate al vuelo y plantó una mano en el hombro de su compañero, mostrándole una sonrisa radiante:
-Tranquilo, tío. Ya sabes que Namjoon no se equivoca con estas cosas. No se equivocó con nosotros, ¿Verdad? -el pelirrojo le devolvió la sonrisa a su amigo, algo más aliviado.
Justo entonces, se escucharon unos pasos doblando la esquina.
Los dos chicos se pusieron en pie al ver aparecer al chico castaño de múltiples pearcings y ojos radiantes. “Taehyung, Jimin.” Dijo a modo de saludo, aparentemente muy calmado. “Me han dicho que tenemos que hablar” siguió, sonriendo ligeramente. Eso dejó al expuesto sus dientes, recordaban a los de un niño pequeño. Definitivamente, era algo que de alguna forma no encajaba con el resto de su rostro, tan de adulto para su edad. Aún más teniendo en cuenta la cicatriz casi imperceptible en una de sus mejillas, que aunque era larga y profunda, era de color uniforme con el resto de su piel. Sólo la gente como ellos podrían haberse fijado de primeras en algo así. Y, por supuesto, Namjoon conocía la historia tras esa marca. Quizás había sido eso lo que le había llevado a escogerlo para completar su pequeño grupo. Por lo demás, el chico era alto, aparentemente fuerte. Parecía rápido y hábil. Definitivamente, el candidato perfecto. Pero eso no evitaba que fuese el más pequeño de todos. Con un rápido movimiento, Taehyung se le abalanzó encima, divertido:
-Así que ya tenemos a nuestro nuevo pequeñín. Antes lo era yo, y ahora tú vas a tener que sufrir por mi, enano.
Jimin no tardó en unirse a la lucha de collejas y risas. Tae lo hacía todo más fácil con su carácter extrovertido. Y, por qué no decirlo, algo extraño. Era lo que más le gustaba de su amigo. Fue una pena cuando tuvieron que echar a correr para trepar a una de las ventanas del instituto, interrumpiendo su fiesta, para huir de una profesora que se acercaba a ellos.
Unas horas más tarde, el delegado principal del instituto se apartaba el cabello rosado de la vista para seguir trabajando en sus documentos. No entendía por qué estando en último curso tenía que ocuparse de tantas cosas. Y tenía aún más trabajo por esos idiotas. Suspiró, para seguir rebuscando en los ficheros de los distintos becarios de los profesores y sus horarios. Se sobresaltó al escuchar la puerta abrirse de golpe, y un tropel de pasos rápidos. Al alzar la cabeza, se encontró con la mano de Namjoon apoyada en la mesa, seguido de cinco cabezas más que lo miraban, expectantes.
-¿Y bien, Jin? ¿Tienes algo? -Nam parecía extrañamente alegre-. Por fin, los siete al completo. Podemos seguir. 
Jin por su parte, frunció el ceño y se puso de pie, quedando a la altura de su compañero. Aunque varios de ellos rozaban la misma edad, se notaba que él era el mayor. Quizá por su gran espalda y fuerte complexión, su semblante de caballero o su calma general.
-Claro que tengo algo -respondió, seguro de si mismo-. Pero éste no es el mejor lugar para hablar, no?
Tras esto, no tardó en tener a dos pesos colgando de su cuello, gritando y riendo. Jimin y Tae lo felicitaban a grito limpio. A parte, Yoongi y Namjoon parecían eufóricos y, Jungkook miraba la situación, admirado.
-Ahora que todo está más o menos fijo, y ya estamos todos, deberíamos ponernos un nombre, ¿No? -dijo Yoongi, en tono claramente sarcástico mientras pasaba el brazo por los hombros de Jimin, que ya se había soltado de Jin. 
Pero, aunque la mayoría respondió con risas, no faltó la excéntrica idea de Tae, que pilló desprevenidos a todos:
-Bangtan. Ya sabéis, a prueba de balas. Suena de puta madre -parecía realmente entusiasmado con la idea-. Vamos, chicos.
Contra todo pronóstico, mientras Jin suspiraba y el moreno daba palmaditas en la espalda del rubio, Jungkook habló:
-Suena bien. Tiene fuerza. Bangtan. 
Se miraron entre ellos, divertidos. Toda la atención pareció recaer sobre Yoongi, que tenía una ceja enarcada y una sonrisa que no podía contener. De repente, soltó, alzando los brazos al alto: “Okay, guys. ¡Bangtan Boys attack!

La sala estalló en risas y gritos de jubilo. El grupo estaba completo.

lunes, 28 de diciembre de 2015

El Color de lo Ensombrecido - Capítulo 4

-Respira, Josh, respira.
El chico se lo repite a si mismo en un tono casi inaudible entre inhalo y exhalo, no va a llorar, no puede llorar. Tras un rato, decide incorporarse. Se fija en que la televisión está apagada y la bandeja y su ropa ya no están dónde las dejó. Seguramente habrán metido las prendas en el armario, pero ni se molesta en comprobarlo. En su lugar, se deja caer en la cama, y se arrepiente nada más hacerlo: había caído ligeramente de costado, justo dónde se encontraban sus heridas. Suelta un ligero quejido y chasquea la lengua. Putos imbéciles, dice a regañadientes. Recuerda bien el día de esa última pelea. Aunque, más que pelea, podría llamarse paliza.

<<Era entrada la madrugada, y Joshua paseaba por las calles del barrio bajo, enterrado en su sudadera negra, que combinaba con sus ojos: oscuros, tétricos, amenazantes. Estaba destrozado, Dave se había comunicado con él hace un par de horas, y eso que no sabía siquiera que tenía su contacto telefónico. En cuanto su querido hermano había nombrado la palabra “desintoxicación”, colgó la llamada y soltó una gran patada a un coche de por ahí. No sabía que hacer, ni siquiera dónde ir. Esa misma tarde se había peleado con JB, su único aliado, así que tampoco tenía un lugar dónde dormir. Por si no fuera poco, un potente aire de tormenta había comenzado a agitarlo todo. En resumidas cuentas, estaba jodido.
Siguió vagando por las callejas del barrio, esquivando borrachos y algunas prostitutas hambrientas del dinero que no poseía. En esa zona de la cuidad, nada mejor que eso se esperaba encontrar una madrugada de un día laborable. Llegó un momento en el que, de una forma totalmente involuntaria, el chico pegó un ligero empujón hombro a hombro a uno de los dos hombres que en ese momento le venían de frente. Antes de que se diera cuenta, ya había sido agarrado fuertemente del brazo y empujado al callejón solitario que quedaba a la izquierda.
-¿Qué coño crees que haces, puto crío?
Lentamente, alzó la cabeza para inspeccionar a los hombres con una mirada de desinterés. No serían a penas cinco años mayor que él, y tenían la cabeza completamente rapada. Un rápido vistazo a sus sonrisas socarronas y a su tipo de calzado bastó para comprobar lo que ya tenía en mente.
-No me jodas, ¿Vosotros seguís existiendo? -dijo Josh, con un tono calmado, casi divertido-, y yo que pensaba que ya os habíais extinguido... putos skins neonazis.
Tras esto, les soltó una sonrisa y escupió a un lado. Ni siquiera le dio tiempo a respirar para cuando notó un fuerte impacto en el costado derecho: las pesadas botas de uno de ellos habían cargado contra él, lanzándolo al suelo. Fue con tanta fuerza, que derrapó unos cuantos metros. Cuando paró, no supo decir si era peor el lado de la patada o el que ahora tenía en carne viva debido al rozamiento. Sin soltar un solo quejido, intentó incorporarse, pero solo recibió un potente puñetazo en el mentón que lo volvió a tumbar. Se sentía ridículo, acabado. No podría creer que toda la mierda del mundo se hubiera juntado en un solo día para después descargar sobre él de repente. Le dolía todo el cuerpo, se sentía mareado y tenía un enorme vacío en el corazón. Pero se obligó a levantarse, una vez más. Y la misma tristeza que le envolvía se convirtió en rabia, para conseguir asestarle un gancho en el estómago a uno de ellos, y rematarlo con un fuerte rodillazo en la nariz cuando se dobló por el dolor. Pero no tardó en notar una fuerte mano agarrándolo por el cuello, y su cuerpo siendo estampado brutalmente contra la pared. Escuchó un ruido seco: su cabeza golpeando fuertemente contra los ladrillos. Después de eso, una risa, y oscuridad.
Despertó cuando el sol despuntaba entre los edificios. Hacía frío, mucho frío, y no podía pensar en nada. Se quedó un rato ahí tirado, sin consciencia alguna, hasta que poco a poco, el dolor fue inundando su cuerpo. No tardó mucho en darse cuenta que aún después de haberse quedado inconsciente, los malnacidos lo habían seguido golpeando por diferentes partes del cuerpo. Se llevó una mano al costado y otra a la parte posterior de la cabeza, y se incorporó como pudo, apoyándose en la pared. Observó que, además de la vil paliza a un inconsciente, también se habían tomado las molestias en volcar un cubo de basura sobre él. Chasqueó la lengua al notar que, efectivamente, en la noche anterior había llovido, y vaya si lo había hecho. Estaba empapado de pies a cabeza, y pequeñas gotas de agua se formaban en las puntas de su flequillo para después caer ante sus ojos. Estaba seguro de que cualquier persona podría confundirlo por un vagabundo en estos momentos. Pero una sonrisa sarcástica se le formó en los labios cuando pensó que, al menos, el problema de dónde pasar la noche se había resuelto.
Sin pensar mucho en ello, se levantó y comenzó a dar unos tambaleantes primeros pasos. No quería pensar en la brecha que se había abierto en su orgullo al dejarse ganar con tal facilidad, él, Joshua Penber. Así que se puso la capucha, metió las manos en los bolsillos, y inspiró una profunda bocanada de aire de cara al cielo, pero con los ojos cerrados. Ya daba lo mimo, de todas formas, debía conseguir dinero cuanto antes.>>

El chico mira por la ventana, día soso y sumamente triste. Decide que lo mejor que puede hacer es darse una ducha, para aclarar las ideas y purificar la mente. Y, de paso, mirar cómo van las heridas. Así que dicho y hecho, entra en el baño y comienza a desvestirse, mientras deja que el agua se vaya calentando y el cuarto se llene de vaho. Por supuesto, hay un platillo de ducha, y no una bañera. Hay bastantes formas de cometer suicidio en una, piensa, mientras sonríe. Se observa por un momento los brazos y las piernas, junto con el torso frente al espejo. Está pálido, y bastante delgado. No le importa demasiado su aspecto, pero se siente nostálgico. Hacía mucho que no repara en su físico, y ahora es capaz de notar su bajada de peso hasta en la cara: los huesos de las mejillas comienzan a marcarse levemente, así como su mandíbula empieza a sobresalir más de la cuenta. Le resulta lejano, casi imposible que en su día fuese un apasionado del deporte. Era realmente bueno en casi todas las actividades que realizaba, y tenía una excelente resistencia y condición física. Comienza a pasear una mano por su estómago, recordando como los marcados abdominales se situaban ahí hace tiempo. Ahora sólo es capaz de notar su fina y lisa piel estremecerse bajo el tacto de sus fríos dedos. Suspira levemente, se da media vuelta y se mete bajo el agua ya caliente de la ducha. Deja que los músculos se relajen bajo el agua, y se quita los parches del costado y de la coronilla. Definitivamente, son mucho más prácticos y cómodos que los vendajes tan cutres que se había hecho él mismo. Pero, de todas formas, fue horrible observar la cara del doctor cuando vio los deformes puntos cosidos en su cabeza sin orden ni cuidado alguno. Sabía que le iban a hacer un reconocimiento completo, y sabía que le descubrirían. Pero poco más se puede esperar de un médico ilegal que ejerce en una bajera mugrienta a cambio de un par de gramos, tiempo bastante escaso y una aguja oxidada. Al menos, no le cortó el pelo, que algo es algo. Había bastantes más probabilidades de infección, si, pero gracias a ello ahora no parece un monje. Tiene la esperanza de que cuando la cicatriz se cure completamente, la hinchazón baje y no sobresalga de su pelo una hilera de carne amorfa.
Olvidando la cabeza, pasa a analizarse los costados. En el derecho, tiene un gran moratón que ya posee toda la gama de morados y la mitad de la de amarillos. Se lo toca muy ligeramente, y por suerte nota que ya no siente el gran dolor que le invadía la zona los días anteriores. Pero el lado izquierdo es otro cantar. Dirige su mirada hacia la desagradable costra marrón que le está cubriendo la zonas en carne viva, y frunce ligeramente el ceño. Seguro que la pomada que le han dado va a escocer, y mucho. Además, piensa en la marca que probablemente quede plasmada en su piel y se muerde el labio. No lo importaría demasiado si la pelea hubiera sido en otras condiciones, pero ésa va a ser la marca de su primera derrota oficial, y eso le carcome enormemente. Aunque realmente no debería importarle, está en el centro para recuperarse, para no volver a la vida de calle. Pero para nada se ve a si mismo llevando una vida normal, volviendo con Dave, retomando sus estudios. Para él, cuando salga del centro, nada habrá cambiado. La oscuridad del día va a ser igual, las alcantarillas van a seguir expulsando ese repulsivo olor, y salir corriendo va a seguir siendo el pan de cada día. Correr, correr y correr. Nada más. Pasando su juventud entre callejas, pagando a camellos con el dinero recién sustraído del bolso del alguna anciana lo suficientemente distraída para después pegarse un chute.
Y el futuro, quién piensa en el futuro. El futuro nunca ha sido nada para él, una neblina a través de la que va caminando día a día. Porque hace tiempo que para él absolutamente nada está asegurado, así que el futuro incierto en su vida era tan solo la hora siguiente. ¿Que pasaría? Peleas, tiempo muerto, más droga, un atraco. Qué mas da. Su única obligación consistía en buscarse un sitio donde pasar la noche. De la comida no tenía que preocuparse, el bueno de su hermanito siempre tenía un plato para él. Entraba, arrasaba y se iba una vez al día, sencillo. A ninguno de los dos le convenía más tiempo con el otro, eso estaba claro. No se querían, ¿Verdad? Ni se quieren. Pero a Josh se le hace un nudo en el estómago al recordar los pasos de su hermano alejándose, dejándolo en la clínica, solo. Más solo que nunca.

Se enjabona rápidamente, y se aclara. Aun así, no sale de la ducha. El agua caliente corre sin parar, y es agradable para él no tener ningún tipo de prisa. Cierra los ojos, y hecha la cabeza hacia atrás. Piensa en heroína. Piensa en la falta que le hace. Pero no se permite ponerse nervioso, no esta vez. Por una vez desde que ha entrado en la clínica, desea sentir que tiene el control de la situación. Así que deja que los recuerdos fluyan sobre él, y así como vienen, deja también que el agua se los lleve lejos. No quiere olvidar. Quiere aprender a superar, y a vivir con las cargas del pasado, con heroína, o sin ella.

martes, 1 de diciembre de 2015

El Color de lo Ensombrecido - Capítulo 3

La luz inunda su campo de visión demasiado rápido. Josh se ve obligado a entrecerrar más los ojos, no es capaz de distinguir nada con tanta luminosidad. Poco a poco y con más pestañeos de lo normal, va distinguiendo formas y colores. El inmaculado marco de la ventana y las pulcras cortinas están justo en frente, su mejilla derecha está apoyada en las sábanas. Éstas tienen ese olor genérico tan común en los hospitales. Al principio, no es capaz de ubicarse -¿Qué? ¿Dónde...?-. Pero no tarda mucho en recordar. Entonces, suelta un gran, gran suspiro. Le desagrada pensar que haber olvidado todo por un segundo y obligarse a recordarlo es como haberlo vivido dos veces. Rueda en la cama para quedarse boca arriba, y se frota los ojos con fuerza. Dios sabe cuánto hubiera preferido no despertar. Aunque la realidad es la realidad, y no podía esperar morir sólo con un tranquilizante.
Se alza ligeramente, apoyándose en los antebrazos. Todo sigue igual: el plato de comida sucio, la botella abierta, la ropa en una esquina de la cama, el murmullo de la televisión sonando de fondo... Definitivamente es la misma inquietante calma, la misma sensación de miseria que inunda el ambiente. Pero hay algo diferente. Ya no siente ese nerviosismo, esas ganas de salir corriendo. Ya no siente como le palpita la zona superior del antebrazo izquierdo. Ya no siente esa desesperación que le apretaba el corazón por momentos. La pastilla parece haber hecho efecto, eso no puede dudarlo. Pero le resulta extraño sentirse totalmente normal y relajado físicamente sin estar desestabilizado mentalmente. Puede que su cuerpo se haya calmado, pero su mente sigue deseando esa sensación de paz, de euforia. Darle fin al mundo por unas horas.
Con otro vistazo desinteresado al cuarto, recuerda que debe de ponerse el dichoso uniforme. Pone una mueca de asco, y chasquea la lengua. No le hace gracia la idea de quitarse la cazadora, ni los pitillos negros, y mucho menos sus preciadas botas. Además, el olor que desprende toda tela lavada en centros sanitarios y demás le resulta repulsivo. Pero tiene que seguir las instrucciones, se recuerda que ya no le queda otra. Poco a poco se va desnudando, y reemplazando su ropa por la nueva. No es gran cosa, o más bien, casi nada: una camiseta interior blanca de manga larga y unos pantalones con camisa de manga corta azules cían que prácticamente lo entierran. Le recuerda a los uniformes naranjas de los presos de las películas, pero esto es más como un pijama. Agradece profundamente que no haya espejos, porque si no seguramente ya estarían rotos. Con pesadez, se sienta en la cama y mira el reloj que hay sobre la televisión. Marca las siete de la mañana. ¿Cuánto tiempo ha estado durmiendo?

Una vez más, está sentado en una de las cientos de sillas de espera que están esparcidas por absolutamente todos los pasillos. Todo parece idéntico, y eso le asusta. Se lleva la mano al cuello, y juguetea con el nacimiento del pelo de la nuca, preguntándose si el miedo que le produce el sitio se irá en algún punto de los tres días de ingreso. Mira a la derecha, y observa a dos enfermeras charlando al fondo del pasillo, de cuya conversación solo puede oír murmullos. Está tan centrado en ellas que no se da cuenta de que la puerta por la que espera se abre.
-¿Señor Penber?
La voz le sobresalta, y hace que se gire de golpe. Al ver a un hombre mayor, con barba y pelo gris y un traje de los años 80, Joshua sólo puede pensar en que seguramente haya parecido un niño indefenso y asustadizo. Pero, para qué mentir: así es como se siente.
El hombre le invita amablemente a pasar al cuarto. Al chico le sorprende ver como el ambiente interior de la sala es completamente diferente al resto de lugares del edificio dónde había estado anteriormente. El suelo seguía siendo baldosa blanca, pero las paredes estaban pintadas de un marrón claro, y estaban cubiertas de cuadros y fotografías enmarcadas. Nada más entrar, a la derecha, estaba situado un sofá de cuero rojo, parecía caro. Justo delante, a la izquierda, un gran perchero y varias estatuas de decoración. Y al frente, un magnífico escritorio de madera coronaba la sala. Éste estaba complementado por un par de sillones que combinaban con el sofá. Todo parecía ostentoso, se notaba que era el hombre quién lo había decorado y dispuesto todo.
Después de analizar la sala rápidamente, Josh observa al hombre caminar hacia el sillón tras el escritorio, y éste le señala el otro. El chico no duda, y camina todo lo rápido que puede hacia el asiento. Tras eso, hay unos incómodos segundos de silencio, en los que se tensa. No le gusta que el hombre lo mire así, se siente juzgado y criticado.
-Bueno, señor Penber... ¿O prefiere que lo llame Joshua?
-Joshua está mejor -dice, notando temblar su voz-, gracias.
-Lo suponía, es usted muy joven. Yo soy el doctor Well, especializado en psicología, como ya sabrá. Así que, dígame, Joshua... ¿Por qué está aquí exactamente?
Él juega con los dedos de sus manos frenéticamente por debajo de la mesa. Está seguro de que ya sabe todo eso, tiene una carpeta con su expediente encima de la mesa. Entonces, ¿Por qué las preguntas innecesarias? Lo mira, y ve como el hombre mantiene alzada una ceja, casi analizando su lenguaje corporal.
-Pues... Hace un año comencé a consumir he...
Un carraspeo del hombre lo corta en seco, asustándolo. No se esperaba la interrupción. En su lugar, el doctor Well toma la palabra:
-Sustancias, sí -concluye, mientras escribe algo en la libreta que tiene delante-. ¿Tiene algún trauma de la infancia que pueda recordar?
-No -responde seco y cortante, no le gusta hablar de su infancia-. Nada de eso.
-Si no me cuenta la verdad no voy a poder hacer nada por usted.
Josh aprieta los puños, está seguro de que se está poniendo rojo, pero poco puede hacer. Sabe de sobra que ya no tiene por qué mentir, no lo está haciendo. ¿Por qué ese hombre le está llamando a la cara mentiroso?
-No le estoy mintiendo, joder. ¿Por qué iba a hacerlo?
-Entonces, ¿Por qué ese tono tan agresivo? Esa respuesta suele estar relacionada a...
-¡No me importa a qué esté relacionada! -responde, elevando la voz más de lo que pretendía. Pero, al darse cuenta de lo que está haciendo, baja el tono a uno casi inaudible- No es nada de lo que está pensando. Simplemente son recuerdos que no me gusta compartir.

Lo recuerda, aún sigue recordando el pequeño jardín trasero, con el balancín. Las tranquilas tardes de verano, jugando con Dave, bajo la relajada mirada de sus padres. El cuarto de juegos, luminoso y colorido. La flamante bicicleta azul que le regalaron a los doce. Su primera fiesta a los quince. Dave estudiando duramente para la universidad un año después. Sus padres, orgullosos de sus calificaciones, sonriendo vivamente. Todo era perfecto. Aquello era demasiado preciado para él como para compartirlo con el primer extraño que pase por delante.

La hora entera giró en torno al empeño incesante del doctor Well en sacar a la luz su supuesto trauma infantil. En torno a su mirada vacía. En torno a sus suspiros, y sus miles de notas en el dichoso cuaderno. Ese hombre lo ponía enfermo, literalmente. Había sentido varias arcadas durante la sesión. O a lo mejor fueron por la medicación, quién sabe. De todas maneras, Josh se siente feliz por haber alcanzado un nuevo nivel de auto control: no le había dado un puñetazo, por muchas ganas que había tenido. Ya había estado antes en psicólogos, Dave le pagó unos cuantos, y son todos iguales para él. Una panda de idiotas que se hacen llamar doctores, pero que lo único que saben hacer es crear estrés, en lugar de liberarlo. Por suerte, todo ha acabado, y tiene tiempo libre. No sabe qué quiere hacer, pero cualquier cosa es mejor que ese hombre, o que los análisis médicos. Aunque sabe bien que al día siguiente será más de lo mismo. Más que curarle, siente que la situación va a hacerle perder los cabales, definitivamente.

Cuando llega a la habitación y la enfermera se va, se apoya contra la puerta, y se deja caer, lentamente. Se revuelve el pelo, y esconde la cabeza entre las rodillas. Si apenas ha logrado soportar el primer día y medio, ¿Cómo va a soportar lo que queda? Y, más importante, ¿Cómo va a aguantar los siguientes tres meses en el maldito centro post-tratamiento, perdido en quién sabe dónde? No se siente con fuerzas para nada más. Ya no es la necesidad de heroína lo que lo hace enloquecer, sino un simple pensamiento: “Todo esto... ¿Para qué?”
Por primera vez en mucho tiempo, siente el verdadero peso de estar solo, completamente solo. ¿Es esto lo que leyó tantas veces en esas novelas? Recuerda la descripción de la soledad: nadie por lo que seguir, nadie en quién apoyarse; todo carece de sentido, nada parece tener color; un vacío interior, enorme, gigante.
Sí, definitivamente había leído sobre ello. Pero ni la más detallada descripción puede compararse al dolor que se lo está comiendo vivo en estos momentos.


lunes, 23 de noviembre de 2015

El Color de lo Ensombrecido - Capítulo 2

-¿Nombre completo?
-Joshua Penber.
-¿Fecha de nacimiento?
-Veinte de Diciembre de 1995
-¿Edad?
-Veintidós años, doctor.
-De acuerdo, Joshua. Todo bien. Lo siento, es sólo rutina la mayorías de veces innecesaria.
El chico está sentado en una camilla, ya con el pecho al descubierto. No tiene muy claro a que tipo de pruebas lo van a someter, pero sabe que el día va a ser muy, muy largo. Echa un vistazo al reloj, nueve y veinte de la mañana. Suelta un pequeño suspiro, mientras golpetea la superficie del colchón con los dedos. Es una situación no muy agradable para cualquier persona normal, así que aún no tiene muy claro cómo aún no ha perdido los cabales y salido corriendo a por una dosis. Lo necesita, probablemente más que nunca. De hecho... ¿Cuánta gente habrá salido corriendo? ¿Habrán logrado salir? ¿O es el único con pensamientos de esa índole? Quién sabe, pero ese tipo de monólogos internos no hacen más que aumentar su ansiedad.
El doctor comienza con lo básico, lo de siempre: Oscultar, comprobar ojos, boca, oídos... Quién sabe si encontrando algo fuera de lo normal. Después, comienzan las preguntas, a pesar de que ya sabe la mayoría de las respuestas.
-Bien, dime: ¿Has sentido algo diferente en los últimos meses?
-Bueno, yo... -Josh para un momento, no entiende que puede haber más diferente que el consumo indiscriminado de una droga- no sé muy bien a qué se refiere.
-Ya sabes -le responde el doctor, quitándose las gafas con aire cansado-, dolores en alguna parte del cuerpo, náuseas, mareos...
-No lo creo. No mientras no... Bueno, ya sabe. Lo típico, nada fuera de lo común.
No se encuentra con la fuerza suficiente para describir cómo se siente las pocas veces que ha dejado de consumir heroína por una u otra razón. No sabe como explicar que siente todo su cuerpo gritar, todo su ser temblar como una hoja seca. Pero no es dolor, no ese tipo de dolor.
-Eso es buena señal, si señor. De otra manera, podrá haber dañado de manera más grave algún órgano interno.
Rápidamente, pasan al análisis de sangre. Al ver la jeringuilla introduciéndose en su pálida piel, Joshua no tiene claro si siente alivio o desesperación. Ahí está, la sensación tan conocida, tan efermizamente placentera. Ese dolor agudo pero leve. Aunque, esta vez no es lo mismo. Esta vez la sustancia brilla por su ausencia, y eso lo trae por el camino de la amargura, por mucho que intenta no pensar en ello al mirar la brillante aguja desaparecer. Pronto todo termina, y el joven vuelve a respirar. Cierra los ojos durante un momento, pero pronto el médico le comenta:
-Si puedes, me gustaría que fueras al baño y llenaras este bote -dice sacando un recipiente pequeño de tapa amarilla-. Para un análisis de orina.


La mañana transcurre lenta y agónicamente, entre análisis, pruebas y tiempos de espera. El joven ha perdido la cuenta de los pasillos que ha recorrido, o de las caras que ha visto. Le han puesto una pulsera con su nombre y un código de barras, y al mirarla lo único que se le viene a la mente es la palabra “perro”. Pero desde luego no como esos perros callejeros que veía cada día rebuscando entre los contenedores, no. De esos de raza, con collares y chips, de los que creen que son libres. Y probablemente eso es lo que más le asquea de ser similar a un animal ahora mismo.
Preferiría ser una rata, desde luego éstas se asimilan mucho más a él. Pero, sea lo que sea, ahora se le ha ordenado seguir a la enfermera hasta su habitación. Le darán comida, y un par de pastillas. Supuestamente le ayudarán a controlar el mono, aunque él no confía demasiado en eso. De todas maneras, tener una cama dónde tirarse no le parece mala idea.
Sigue a la enfermera por los pasillos grises y sosos del edificio; las enfermeras también parecen todas iguales, curiosamente. ¿Los drogadictos serán iguales a los ojos de los demás? Una cosa está clara, si alguien es capaz de ver diferencia entre todos ellos, su mentalidad será igual al resto de la sociedad: Son gente mala, peligrosa. Vagabundos perdidos por las calles, delincuentes que roban, violan, atacan. Personas sin futuro, tirados junto a un contenedor de basura en una callejuela abandonada. Eso es lo que todo el mundo ve. No puede pedirles que reflexionaran sobre el por qué podrían haber acabado así, no sería justo. Da igual por qué el rico de turno es millonario, o por qué el que vive debajo de un puente no tiene ni zapatos. A nadie le importa por qué esa mujer llora mientras camina por la calle, o por qué aquel otro está gritando a su hijo. Nadie piensa en los demás. Si no hicieran, estarían perdidos. Así que realmente no importa que piensen de ellos, o de él. Joshua sabe de sobra que él ve a todo el mundo como una misma entidad, una masa uniforme de cuerpos y mentes. Nada ni nadie le interesa realmente, así que, ¿Por qué alguien iba a pensar de más sobre alguien de su calaña? Son lo más deplorable de esa sociedad.
La enfermera se para de repente junto a una puerta color azul. Faltan unos pocos centímetros para que Josh acabe pegándose contra su espalda, pero consigue reaccionar a tiempo. Estaba demasiado sumido en su propia mente como para darse cuenta de nada más. De hecho, le sorprendía haber sido capaz de seguirla sin perderse.
-Esta es tu habitación. Tu número de identificación corresponderá al del cuarto de ahora en adelante, ¿De acuerdo?
Echa un vistazo a la puerta: 042. De acuerdo, no es un número complicado, piensa.
-Vale. Gracias -dice, seco. No tiene ganas de hablar, ni de estar de pie. En realidad, no tiene ganas ni de respirar.
-No hay de qué -responde la enfermera, paciente. Habrá tenido que tratar con muchos desagradecidos e irrespetuosos-. En un rato te traerán la comida, junto a las pastillas. Mañana vendrán a buscarte para llevarte al psicólogo.
El chico se revuelve y se pasa la mano helada por el cuello. No sabe si tener todo planificado lo tranquiliza o lo pone aún más nervioso. Intenta que sea lo primero, porque como siga dejándose alterar por las situaciones, va a acabar fatal, lo sabe bien. Observa como la enfermera abre el cuarto con lo que probablemente sea una llave maestra. Es más que obvio que él no va a tener control ni siquiera sobre su propio cuarto, va a ir acompañado en todo momento, no lo necesita. Es una tontería, pero al menos tener la llave del sitio en el que duerme le haría sentir un poco más cómodo con todo esto.
Acaba entrando, y la enfermera cierra la puerta tras él. La sala no es muy grande: Una cama, un pequeño escritorio, una silla y una pequeña televisión sobre un aparador. Las paredes son azul celeste, y el suelo está compuesto por frías baldosas blancas. Esboza una pequeña sonrisa al darse cuenta de que todos los muebles tienen las esquinas redondeadas y perfectamente lijadas: Definitivamente, ese sitio es para locos. No se siente con fuerzas para mucho más, así que se deja caer sobre la cama y alcanza con el brazo el mando para encender la televisión. No es que le interese especialmente, tan solo que el ruido de fondo siempre le ha relajado. Y, a decir verdad, el silencio que reina en el edificio le resulta más que desagradable. Decide concentrar su atención el la tenue luz que entra a través de las finas cortinas blancas que cubren las ventanas. Fuera hace un día frío, eso seguro. Uno de esos días en los que vagaría por las calles jugando con el vaho que saldría de su boca. En realidad, aunque Dave le dijo que debía olvidar todo lo relacionado con el pasado, le resultaba agradable recordar. No era feliz, pero no se sentía tan desgraciado como en estos momentos.
Pronto la puerta se abre, junto con un agradable olor. Solo entonces, Josh se da cuenta de el vacío que reina en su estómago, y una pizca de alegría pasa por su mente. Aunque solo sea un ápice, es capaz de sentir como todo el cuerpo se le calienta. Se plantea por un segundo que quizá debería intentar ser más positivo.
La enfermera, increíblemente parecida a la que le había dirigido al cuarto hace un rato, le sonríe mientras deja la bandeja de comida en la mesa. Él aún no se siente capaz de devolver ese sencillo gesto. Observa a la mujer desaparecer un momento por la puerta de la habitación, para volver a los pocos segundos con un vasito de plástico en una mano y algo que parece ropa en la otra. Se acerca a la cama, y deja la ropa perfectamente doblada sobre ella.
-Es el uniforme. Te lo tienes que poner a partir de ahora, ¿De acuerdo?
-Sí, claro.
La enfermera le pasa el vasito, y Josh observa el interior. Hay dos pequeñas pastillas, una roja y otra blanca. La mira, esperando instrucciones, y ésta le dice:
-Tómalas antes de comer con el agua de la bandeja. Un encargado volverá para darte la cena sobre las siete.
Creía recordar que ya le habían dicho eso, pero no importaba demasiado. No es como si pudiera hacer planes e irme a otro lado, piensa, irónico. Echa un último vistazo a las dos pastillas alzando una ceja, y suspira. No sabe que son, pero lo más probable es que le ayuden con el terrible mono. Antes de que se de cuenta, la enfermera ya ha desaparecido y ha cerrado la puerta. Se pregunta por un momento si estará encerrado, pero no merece la pena comprobarlo. Probablemente sólo le causaría más ansiedad si fuera cierto, y si no, le provocaría unas tentativas ganas de salir corriendo. Se levanta con desgana de la cama, directo hacia la mesa para coger la botella de agua. No puede evitar ver los cubiertos: de plástico. De nuevo, esboza esa sonrisa. No puede evitar ver graciosa la excesiva seguridad, como si la gente estuviera tan desesperada como para golpearse la cabeza contra una esquina o rajarse con los cubiertos.
Sin pensarlo mucho más, se lleva las pastillas a la boca y las traga con ayuda del agua embotellada. Sabe muy diferente a la de las fuentes de la calle, aunque siga siendo agua. Después, empieza a comer como no lo había hecho en años. La ansiedad siempre le había despertado un apetito feroz, y de momento, no recordaba haberse sentido tan ansioso en toda su vida. Quizás aquel día. Pero esto es diferente de alguna manera, como si estuvieran dictando su propio juicio final. Irónico, teniendo en cuenta que se suponía que estaba metido en el centro para recuperarse e “iniciar una nueva vida”. Así lo llamaban.
Tras terminar la comida, se percata de que ni siquiera la ha saboreado. Pero poco le importa, ya que poco a poco está sintiendo cómo sus párpados van cayendo como plomo al mar. No sabe si es normal tener un sueño tan intenso de un instante a otro, como si nada. Entonces, se percata: Las pastillas. Una, por supuesto, es para controlar el mono. Pero... ¿La otra?
Rápidamente siente un calor intenso subir por su estómago. Por algún motivo, le cabrea terriblemente que lo hayan sedado. Como a un perro. Como a un triste perro. Se mira la pulsera de identificación, mientras nota su cuerpo cada vez más pesado. Este sitio es definitivamente el mismo infierno, piensa, incapaz de gritar o de golpear algo. Poco a poco se va arrastrando hasta la cama, como puede. No puede creer que le hayan dado una dosis tan potente, casi podría servir para tumbar a un caballo. Cuando se deja caer sobre ella, con la respiración pesada y los ojos ya cerrados, curiosamente no le molesta nada. No recuerda el motivo de su cabreo, no siente nada que esté fuera de la calma. Nota los mechones de su flequillo deslizándose por la frente, y como el pecho sube y baja regularmente. Pero lo único que le interesa es esa imagen que está viendo. Esos dos niños que corren felices por un jardín. Están riendo. Josh reconoce esa risa. ¿Hace cuánto que no la ha oído?

El Color de lo Ensombrecido - Capítulo 1

Hace calor. El chico mueve las piernas frenéticamente, no puede mantenerse quieto. La silla le parece incómoda, la sala le parece incómoda, su flequillo le parece incómodo, incluso el aire que respira es absolutamente insoportable. Nunca ha podido estar en un hospital, odia el olor a antiséptico, metal y a muerte que hay en el ambiente.
Se cala un poco más la capucha, da un par de taconeos en el suelo, mete las temblorosas manos en los bolsillos de la chaqueta y se hunde en la silla.
-¿Quieres estarte quieto?
Mira lentamente hacia su hermano, para encontrarse con un rostro severo. Pero puede verlo, ese brillo en sus ojos le indica que él también siente miedo. No sabía siquiera que eso era posible en su recto y pródigo hermanito. Aun así, decide obedecer. Esta vez y como siempre, él mismo tiene la culpa de toda esta mierda, por mucho que le corroa admitirlo. “Joder, que bien me vendría ahora un poco...”

La sala de espera está vacía, a excepción de ellos mismos y un viejo conserje. Tiene un tic en el ojo derecho, y eso le pone nervioso. De vez en cuando puede ver a algún hombre -de edades bastante dispersas- pasar por la habitación, sólo para coger otro pasillo hacia algún lugar. Todos tienen ese aspecto de profunda demacración y miseria. Todos con la mirada perdida, y etiquetados como ovejas. Al parecer, ni siquiera pueden caminar por su cuenta, siempre guiados por esos... encargados, o como quiera que los llamen. Sonríe, en un gesto lleno de ironía, y baja la mirada a sus botas. Sabe perfectamente que no es mejor que toda esa gente, y eso le hace sentir ansioso. Lo único que puede hacer es revolverse en su asiento. No sabe cuánto tiempo llevan esperando. Sólo sabe que la situación se le está saliendo de control, como siempre. Lo necesita, lo necesita ya.

-¿Joshua? ¿Joshua Penber? -un hombre de unos cincuenta años aparece por uno de los pasillos con una bata blanca y una carpeta. Típico, piensa. Se levanta del asiento casi al mismo tiempo que su hermano, y traga saliva. Esta situación le resulta vomitiva, y eso es exactamente lo que siente ganas de hacer ahora mismo-. Ah, es usted. Bienvenido al centro, Joshua. Sabe ya que pasará aquí tres días y tres noches, ¿Verdad?
Lo único que se le ocurre hacer es asentir. Le habían comunicado todo días antes, vía e-mail. Pero antes de que el hombre pudiera seguir hablando, una fuerte mano le agarra el antebrazo y, con voz casi inaudible pero firme, le dice:
-¿Puedes hacer el favor de quitarte esa capucha? Estamos ante un doctor.
Josh va sintiendo cada vez más presión en el punto de agarre, pero permanece unos segundos así. Tiene la manía de medir fuerzas constantemente con su hermano, de desafiarlo, provocarlo. Pero rápidamente recuerda que ya no puede permitirse comportarse de esa manera. Ahora está metido en ésto hasta el cuello.
Pega un rápido tirón, liberándose de la mano, y rápidamente se baja la capucha. Acto seguido, agita ligeramente la cabeza para intentar situar el despeinado flequillo y clava la vista en el suelo. Patético, piensa. El doctor, por su parte, no muestra ni un ápice de sorpresa, y tan solo continúa con su expresión estándar. Debe de haber visto escenas de peor calibre en lo que lleva ejerciendo su profesión.
-Gracias. Bueno, como iba diciendo -prosigue con total calma el hombre-, ya está todo preparado. Y... Aquí puedo ver que no hay solicitud de terapia conjunta con el señor... Dave. ¿Su hermano mayor? -ambos asienten, su hermano con una impecable sonrisa dibujada. Duda que sienta una mínima razón para sonreír-. De acuerdo... Entonces, todo bien. Les dejo dos minutos para que se despidan.
El hombre se da media vuelta, y se apoya en la pared de uno de los pasillos, fingiendo leer los papeles.

Muy a su pesar, Josh comienza a girar para encontrarse cara a cara con Dave. No sabe que decir, realmente no quiere decir nada. Solo quiere... Salir de este loquero.
-Joshua, escucha... -comienza a hablar su hermano, incapaz de mirarle. El chico cada vez siente más náuseas, solo quiere salir corriendo- de verdad quiero que te recuperes. Esto es muy duro para todos. Y supongo que no es del todo tu culpa haber acabado en esta situación.
-¿En qué situación exactamente, si se puede saber? -le encara, aunque en voz baja. No soporta que la gente utilice otros términos para ocultar su problema- ¿En la de haber acabado como un puto adicto a la heroína? ¿Es ésa?
-Josh, por favor...
-¿Cuántas veces tengo que repetirte que no quiero que me llames Josh?
Dave suspira nervioso y se lleva la mano al pelo, hace rato que ha notado la inquisitiva mirada del médico y el conserje sobre ellos.
-Vale, de acuerdo Joshua -acaba diciendo-. Espero que esto salga bien. Llamaré siempre que pueda a la residencia, para ver cómo te va. ¿De acuerdo?
-Claro, por supuesto -responde el joven, irónico. No cree posible sostener este falso sentimiento de hermandad durante mucho más.
Tras una pausa de silencio, en la que cada hermano mira a sus propios zapatos, el mayor toma la iniciativa:
-Cuídate, por favor. Nos veremos pronto.

Esta vez, Dave no recibe respuesta. Solo una mirada que no sabe interpretar de los ojos negros del joven. Siendo así, lo único que le queda por hacer es soltar un largo suspiro, echar un último vistazo a su hermano pequeño, y darse la vuelta. Josh no dice nada, tan solo fija por un instante la mirada en la gran espalda de su hermano. Ahora tan solo le parece otro más, uno de los tantos que le ha abandonado durante el pasado año. Pero por alguna razón, oír esos pasos alejándose en el silencioso edificio le causa un dolor agudo, un sentimiento amargo. Se obliga a tragar saliva, y contener una fuerte arcada, a la vez que trata de bloquear sus pensamientos. Si no lo hace, pronto saldrá corriendo a por un chute, como tantas otras veces. Contra la voluntad de su cuerpo, se gira lentamente, y con los puños apretados, camina hacia el doctor. Éste le está hablando, pero no es capaz de escuchar nada. Solo se concentra en mover una pierna tras otra, poco a poco. Sin pensar en nada. Reprimiendo las lágrimas que amenazan con caer.

jueves, 8 de octubre de 2015

Gotas.

El húmedo vaho va deshaciéndose en finas líneas, dejando ver sin tapujos la transparente superficie del cristal. Bajo la presión de un dedo que va recorriendo la mampara lenta y tranquilamente, letras van dibujándose una tras otra, dejando bajo ellas el camino de las pequeñas gotas condensadas, que caen junto al resto, esperando su trágico final.
Una cascada de dulces columnas de agua caliente inunda la cabeza y el cuerpo de la chica, que sigue a su dedo más que su dedo a ella. No sabe muy bien por qué está haciendo esto, ni por qué lleva alrededor de una hora sentada en el plato de la ducha. De alguna manera, el agua le hace sentirse limpia, pero no en el sentido literal de la palabra. Limpia, como si no tuviera remordimientos. Limpia, como si no se arrepintiera. Limpia, como si no pudiera sentir ese triste y duro dolor. Pero sabe mejor que nadie que esto no es cierto. Si fuese así, ¿Por qué debiera de sentirse así ahora mismo? O, más bien, ¿Por que se siente así cada segundo que consume?
El pelo -mechón húmedo, mechón empapado- le cae por la cara, y en ocasiones le llega a tapar los ojos, los mismos que están perdidos, ausentes, mirando a la nada. Pequeñas gotas corren brillantes por su mandíbula, para acabar cayendo como un gotero desde su barbilla. Los hombros completamente rojos por el golpeteo constante del agua están caídos, encogidos, recogiendo a su cuerpo en un cálido abrazo. No sabe bien si tiene frío o se está asfixiando. Y tampoco le importa demasiado. Lo único en lo que puede pensar es en el penetrante sonido del agua, entrando por sus oídos, alojándose en lo más profundo de su mente. Llega un punto en el que cierra los ojos, y exhala, para volver a ese instante.
     <<Una fría tarde de invierno, una tormenta repentina. Manos en los bolsillos y pasos pesados y lentos. No quería volver a casa, no quería quedarse ahí. ¿Que se hace cuando te das cuenta de que tu voluntad hace tiempo que no depende de ti? Había sido robada, robada por alguien sencillo, alguien que no destaca. Y ahora la manejaba a su antojo, como si fuera poderoso, como si fuera el amo y señor de esta pequeña torre que estaba a punto de quedarse en ruinas. Solo verlo cruzar la calle, de repente, difuminado entre la lluvia, le hizo recordar que seguía atada a él. Y pensar que creía que estaba a punto de retomar el control, después de tantos meses...
Un charco en el que las gotas de lluvia crean pequeñas ondas. Un charco donde se refleja su rostro, triste, vacío, gris. Rápidamente aparta la vista. No quiere mirarse, ni siquiera quiere conocerse.>>
     Escribe el punto final a la frase, y despierta de su repentino letargo. Ladea ligeramente la cabeza, como para entender mejor por qué se ha puesto a hacer semejante tontería. Piensa instantáneamente en ese película, y en su consejo para matar el dolor. Esto no se parece en nada. Entonces, ¿Por qué? Se pasa una mano por el pelo, y se apoya en la pared, sin dejar de mirar el pequeño escrito entre el vaho. La claridad entre lo difuminado. Es irónico, piensa, mientras esboza un atisbo de sonrisa. Él es la única cosa que ya no entiende de este mundo, y la única que querría comprender. Y ahora ese mensaje hacia él es la única cosa clara en esa sala.
Alza el rostro, dejando que el agua le golpee suavemente, poco a poco, un buen rato. No termina de ser agradable, pero logra despejar la niebla de su mente. Lo recuerda.
     <<Día gris y vacío de Octubre, la lluvia hacía acto de presencia intermitente. Algo así como la atención del chico. Y ella no podía dejar de preguntarse que pasaba por su mente. Rara vez lo había visto así, y lo conocía, lo conocía lo suficiente como para saber que algo no andaba bien. Pero no se atrevió a preguntar. Dirigió la mirada a la ventana, donde las pequeñas gotitas se agolpaban y hacían carreras entre ellas, intentando animar un día tan triste. Pero nada podría conseguir un fin tan noble esta vez.>>
    Lentamente, apoya el brazo izquierdo en la misma rodilla. No quiere salir de allí, no es el momento. De hecho, le gustaría quedarse en ese pequeño cubículo por siempre. Pero en lugar de pensar en eso, prefiere mirar las gotas deslizarse por su brazo, hasta cada una de las puntas de sus dedos. Paran ahí unos segundos, como preparándose para morir. Después, simplemente, caen. Y casi instantáneamente, son sustituidas por unas nuevas, igual de brillantes. ¿Es esto lo que está pasando en su interior? ¿Sus tristes y gastadas emociones están preparadas para morir? Quizá sea hora de sustituirlas por otras nuevas. Al fin y al cabo, la palabra "estrenar" siempre ha sido bonita. Y "esperanza" siempre suena bien.
    <<Tarde cualquiera de un fin de semana lluvioso, Enero era más frío de lo ya habitual. Como cada día, ella no podía de darle vueltas a su ya semi rota cabeza. Es increíble que siguiese pensando en él, cuando ya no recordaba la última vez en la que se dignó a dirigirle la palabra. Y aún así, no podía dejar de sentirse culpable. No supo ayudar, no supo hacer nada. Y así estaba pagando. Es ella la que estaba sufriendo esta vez. De alguna manera podía comprender la situación en la que se encontraba, pero siempre había sido una egoísta. Le asustaba pensar en cuanto lo quería. Pero no podía hacer nada, y la impotencia, se suele decir, es la peor de las sensaciones.>>
     Poco a poco, cierra el puño. No lo soporta. Cada vez que ese angelical rostro cruza por su mente, acompañado de cualquier recuerdo, siente que le falta el aire. Se encoge sobre si misma, abrazando las flexionadas piernas con los brazos, buscando encogerse, desaparecer. Tonta, tonta es lo que es. Sabe de sobra que el agua quema, arde. Duele más que cualquier fuego con el que quemar una carta. Le golpea el cuerpo, recordando vivamente cada uno de los días de las estaciones frías. Recreando su interior a la perfección. Nunca la ha curado, y ella lo sabe. Igual que sabe que no puede seguir así.
Entre todas las gotas de agua, dos pasan desapercibidas. Dos gotas diminutas, que se deslizan al compás por las mejillas de la chica. Dos gotas, solo dos gotas. Dos gotas que caen, y se pierden por el desagüe. Gotas que, de alguna manera, se llevan el dolor, o al menos, tanto como pueden cargar. Y así ella se levanta, y cierra el empapado grifo. Como siempre, deja todo su pesar entre el vaho, algo que hace tiempo aprendió a hacer. Pero esta vez, algo más se queda en la pequeña habitación húmeda:
"Ya no puedo necesitarte".







martes, 1 de septiembre de 2015

Lazos.

Pamplona, 1:37 a.m.

No puedo creerlo. Otra noche en vela, sólo por un motivo. Solo por ese idiota, aunque por otra parte, un idiota que no sale de mi cabeza. Y lo peor es que aunque me duela admitirlo, no me importa. No me importa haberle hecho un hueco en mi subconsciente, para que viva siempre en mi un pedacito de él. Un trozo de mi sonrisa, al fin y al cabo. Ya que es la suya la que me alegra cuando siento que no puedo más.
Y es que al recapitular lo puedo ver claramente, él y su manera de patinar. No sé que pasó, pero algo me llamó a fijarme en él. Dicen que las mujeres tenemos debilidad a la palabra “destino”, ¿Pero cómo no tenerla, ahora que he comprendido lo que significa que algo que pareció tan pequeño en su día, sea tan grande al cabo de los meses? Ahora no puedo evitar pensar que tuvo que ser el destino que me pudieran dar su número. Tuvo que ser el destino que decidiera hablarle. Tiene que serlo, si no, ¿Por que hubiera de tener tanta suerte? Tanta suerte como para tenerle. Aquí, a mi lado.
Porque adoro como es, lo que hace, y todo lo que le hace tan diferente a mi. Porque son las diferencias las que me ayudan a valorar más esto que él y yo tenemos. Esas pequeñas cosas que solo nosotros podemos entender. Pero aún valoro más el hecho de que tengamos en común el patinaje. El deporte que nos unió y al que estaré eternamente agradecida. Porque además de mi pareja y mi mejor amigo, también es mi compañero, al fin y al cabo. Ese compañero con el que puedo hablar durante horas, de todo, sobre cualquier cosa. Y aun así, sigue teniendo esa curiosa manía de creer que siempre estoy teniendo un mal rato, esa preocupación por si me estoy aburriendo. Es curioso, porque no se da cuenta de que me basta con estar a su lado para disfrutar. Siempre.
Ojalá supiera que tan solo me hace falta ver su sonrisa para alegrarme toda la semana. Esa manera tan suya, labios juntos y ligeramente torcidos, gesto totalmente único. Gesto tan inocente y sincero que parece venir de un niño pequeño. Pero no, es un niño grande con ojos color avellana, que cambian de tonalidad si el sol les alcanza. Ese brillo dorado que emiten no lo he conseguido ver en ninguna otra mirada. Y en cierta medida me preocupa que me tenga tan encandilada, tan enganchada. Tan enganchada como cada broma, cada pequeño ataque de celos, cada beso, cada risa y cada llamada. Algo me ha llevado a quererle, y ahora este sentimiento es algo que no puedo reemplazar. Al que, mejor dicho, no quiero reemplazar nunca.

Alsasua, 9:40 p.m.

Se acaba de ir, y ya quiero tenerla de vuelta. Parece mentira que se pueda echar tanto de menos a alguien, alguien que acaba de marcharse. ¿Será esto lo que llaman amor? Apuesto a que sí. Porque esta sensación que tuve desde el primer día no se ha desvanecido ni un instante, no ha dejado de transmitirme alegría y felicidad. No entiendo como lo consigue, pero puede hacerlo. A través de su mirada, su sonrisa y sus palabras. Irradia positividad y luz de una manera que nunca había conocido. Hasta tal punto que sabe contagiarme. Y luego le extraña cuando le digo que es la persona que me hace feliz. ¿Cómo no podría ser así? ¿Quién más, a parte de esa rubita de ojos verdes con sonrisa arrebatadora, adorable timidez y corazón de oro? Es imposible que nadie se le iguale, es imposible encontrar a alguien siquiera parecida a ella. Con su actitud de hierro que siempre la lleva a la meta, tanto en la pista como fuera de ella. Siempre fuerte, positiva. La admiro, es algo que puedo asegurar.
Y aunque sea alguien así, tiene bajadas. Más de las que me gustaría. Pero por eso mismo no paro de querer repetirle que estoy aquí. Para que llore en mi hombro, descargue sus frustraciones o grite de rabia. Porque quiero ser su pilar, siempre. Su fuerza, su resistencia. Movería montañas por ella, y solo quiero que le quede claro. Porque esto que siento es demasiado especial para mi.
Y aunque no podamos estar siempre juntos, cada segundo que logramos estar cerca es oro para mi. Me duele no vivir en la misma ciudad, pero al menos, sé que puedo hacerla sonreír y alegrarme a mi mismo el día con una de nuestras llamadas telefónicas. Aunque puedo hacer poco, quiero que sepa que si es por ella, me esforzaré. Cada momento es único, y quiero aprovecharlos.
No voy a dejar de sonreír, por muchos obstáculos que tengamos, porque sé que la tengo a mi lado.
Y es que se que por muy triste o penoso que haya sido el día, ahí estará para arreglarlo. Como la luz al final del túnel. La alegría que me hacen sentir sus besos o su risa. Su mirada intensa en unos ojos tan preciosos. Mía. Solo mía.

****


Ambos, bajo el mismo cielo. Ambos con lazos que los unen, lazos inquebrantables, resistentes. Y aunque es probable que nunca sean capaces de decir las cosas como son, frente a frente, los dos las entienden. Saben que no es el peso de las palabras, sino de las acciones. Y por eso, aunque saben que no han nacido el uno para el otro, se esfuerzan para amoldarse. Se hacen el uno al otro, poco a poco y sin prisa. Porque, ¿Quién debería de tener prisa cuando se está dando un beso? ¿Y cuando se disfruta de las cosas conforme vienen? Porque lo único que saben, es que se quieren. Y que lucharán por mantener el sentimiento a flote. Siempre, contra cada tormenta. Juntos.

jueves, 20 de agosto de 2015

3 Demons Inside.

Hola, querido amigo. Tú no me conoces, pero créeme, yo a ti sí. Uno de los tres tormentos, uno de los tres demonios que se te asignaron al nacer. Así soy, o así me llaman.
Estoy seguro de que sabes que en este mundo, algunas personas están destinadas a la grandeza. Otros, al conformismo. Algunos simplemente llegan a la felicidad. Sus vidas humildes, sus simples motivos por los que sonreír. Pero con pena te comunico que tú, pequeño compañero, no eres una de esas personas. Y es mi trabajo, mejor dicho, nuestro trabajo, asegurarnos de ello.
¿Quiénes somos? Oh, claro, por supuesto. Perdona mi torpeza. Déjame presentarnos:
Vergüenza es mi hermano menor, el demonio que descansa sobre tu hombro izquierdo. Nacido poco a poco, a medida que crecías. Su trabajo es recordarte un día tras otro lo extraño que eres; que eso que piensas no es normal; que nunca encajarás. Te lo susurra suavemente al oído cuando oyes ligeras risas de personas que quizá no conoces, o que puede que sí. Lo recuerda cada vez que miras al espejo y encuentras tu propio reflejo. Lentamente, una palabra tras otra. Desmoralizantes, intimidantes. Se ocupa eficazmente de que poco a poco encojas, un ovillo gris. Falto de... Bueno, falto de ti.
Miedo está posado en tu hombro derecho. Mi hermano mayor, tan viejo como la propia vida. Él llena cada rincón oscuro con monstruos sedientos de tus miradas aterrorizadas; convierte cada sombra en tu potencial y más peligroso enemigo. Pero sus habilidades van mucho, mucho más lejos que todo esto. Sabe impedirte amar, e impedir a su vez que te puedas dejar querer. Te dice que es mejor no intentar para que nadie pueda verte fallar. Poco a poco te convence de que nunca podrás conseguir aquello que tanto deseas, y que cada persona que entra en tu vida se irá para no volver tan rápido como dure el caer de una lágrima. <<No sueñes, no luches, no retengas>>
¿Y quién soy yo? Me consideran tu peor enemigo, pero tú me consideras el mejor de tus compañeros. Siempre me llamas cuando no te queda nada más, porque al fin y al cabo habito en lo más profundo de tu corazón. Soy el que te obliga a resistir. El que prolonga tus desgracias y tormentos que ya hace tiempo que murieron. Al que acudes cuando ilusamente piensas que de las cenizas puede resurgir un fénix, y yo te animo siempre a recogerlas. Hasta que te quemas. Ardes, como un muñeco de trapo que manejamos a nuestro antojo.
Nos perteneces, desde el momento en el que pensaste por primera vez un 'y si...'. Desde el instante en el que sospechaste que eras diferente. Y serás nuestro hasta el día que orquestemos el último para ti. El día en el que las nubes tapen por completo al sol. Recuérdalo.

                                 Siempre, siempre tuya:
                                                      Esperanza.

miércoles, 22 de julio de 2015

Garabatos.

A veces, escribo de madrugada. Escribo sin ton ni son, ligando palabras que pasan por mi mente. Componiendo complicadas frases que no dejan entrever qué pasa por mi corazón. Escribo mientras escucho el silencio, admirando la maravilla que para mí supone este insomnio que me asalta a partir de las doce. Garabateo, porque eso es lo que hago. Sólo por sentir el maravilloso vaivén de la muñeca sobre el papel. Qué sensación.
Quizá sea al atardecer, cuándo el Sol se duerme y mi mente se despierta al compás de la Luna. En ese preciso instante, en el que confirmo que el cielo naranja sirve de mejor alimento para las ideas que cuando está de color azul. O a lo mejor cuándo es imposible adivinar si el cielo está destiñendo para pasar después a negro o está cubierto por esas finas y uniformes nubes que lo decoloran. Encogida, cuaderno sobre mis piernas dobladas. Respirando el olor a hierba recién cortada, mirando hacia arriba. Observando las diferencias entre las hojas de palmera y madroño que se entrelazan sobre mi cabeza. Disfrutando del canto de los últimos pájaros, mezclado con el susurro de la televisión. Una dulce risa. Un suspiro.
Podría ser al tranquilo mediodía de los días de verano. Cuando en la radio suena mi canción favorita, esa que siento que tan solo puedo disfrutar yo. En ese momento en el que veo entrar un brillante rayo de sol por la ventana, y pienso que es imposible no estar inspirada cuando se tiene todo lo que se tiene que tener: una cama, un buen día y actitud. Y me doy cuenta de que por algún motivo, los momentos de paz siempre están directamente relacionados con cualquier cosa dónde sea capaz de escribir.
Así que me sigo emocionando cuando saco una buena idea de todos los abstractos temas que pasan por mi cabeza. Y trato con la misma ilusión cada uno de mis escritos, como si fuera el primero. Aquel con el que me di cuenta de cuántos sentimientos pueden encerrar las simples palabras.
Porque, para que negarlo: lo común para mi es tan solo garabatear. Esos cortos textos sin sentido, pero con alma. E incluso me sonrío al descubrirme monologando internamente sobre que si no existieran los aparatos electrónicos, ya no quedaría más Amazonas por mi culpa.
Pero que le vamos a hacer, resulta que no soy uno de esos escritores de pluma y pergamino tan elegantes, que se hacían respetar. Tan solo una pequeña niña que garabatea. Aunque, en realidad, siempre he creído que el título de "garabato" es un atentado hacia el significado de la palabra.

sábado, 2 de mayo de 2015

El mundo del que no puedo escapar. (Texto extendido de la canción Unravel)

Por favor, dime... ¿Cómo funciona esto? ¿Qué es esta sensación? El oscuro sentimiento de que en lo más profundo de mi pecho, alguien vive en mi interior. Y es que es este mundo ya me siento totalmente muerto, vacío. Ya que solo sé que puedo oír tu vívida risa en medio de esta oscuridad, pero no puedo verte.
Poco a poco la confusión se está llevando mi respiración. Siento que todo está tan del revés que se congela todo lo que creía saber, para acabar rompiéndose en pedazos. Tanto que en mi cabeza alguien me grita sin mi consentimiento: ¡Destruye! ¡No lo hagas! ¡Enloquece! ¡Mantente cuerdo! ¡Ubícate, y cálmate!
Ya que en este mundo distorsionado por tanta agitación y locura, yo tan solo puedo quedarme inmóvil, pensando en todas las cosas que estoy echando a perder. Cosas que ya no puedo ver. Porque en este oscuro mundo que alguien inventó, solo hay una cosa que alcanzo a recordar, y es que no quiero hacerte daño. Porque quiero, necesito que sigas viviendo.
Rápidamente siento como toda esta soledad me envuelve, y recuerdo claramente los momentos en los que inocentemente solía reírme sin preocupación. Y mírame ahora, no puedo moverme, no puedo desencadenarme, no puedo avanzar. Créeme, sólo ansío liberar mi alma de esta pesadilla.
Ya hace mucho que algo cambió en mí y no pude evitarlo, como si estuviera dividido en dos. Me fusiono con mi otro yo e intentamos vagamente enfrentarnos a esta destrucción. Y en mi mente alguien susurra: Eres frágil, eres irrompible. Enloquece, mantente cuerdo. 
Y yo solo sé que no puedo dejar que quien se hizo un hueco en mi interior me siga contaminando.
En este mundo difuminado por todo el odio y el miedo, no soy capaz de ni tan siquiera moverme. Así que por favor, no me busques... No me mires ahora.
Caí tontamente en esta trampa que alguien planeó, pero antes de avanzar hacia el futuro y que mi destino sea revelado, tan solo te pido que me sigas recordando siempre como lo que fui, tan vivo como tú. Por favor, no me olvides, no me olvides nunca.
Porque aunque sigo paralizado por el hecho de haberme transformado en esto, y haberme encerrado en este paraíso negro que no puedo cambiar, lo único que quiero que me prometas es que me recordarás.
Así que, por favor, dime... ¿Quién habita en mi interior?

miércoles, 29 de abril de 2015

Mi propia alegría, su propio color.

Un paso, otro más. Una ligera brisa, el sol raso y frío de la mañana, rodeado de pequeñas manchas grises y algo solitarias. Un mechón de pelo oscuro que cruza los ojos, un suspiro. Cada día es lo mismo, una monótona repetición del mismo camino, la misma gente, ese mismo peso en la espalda. Ese ambiente que cala hasta los huesos el color vacío que rodea el lugar. No puedo más que pensar que yo, junto a la fila de personas que caminan justo en la acera paralela a la mía, parecemos pequeños corderitos llevados camino al corral.
Pero aun así, no es tan malo como podría ser. Cada mañana escojo el camino largo, el pesado, el que tan solo va cuesta arriba. Porque vale la pena. Vale la pena girar la cabeza hacia la izquierda, y poder ver constantemente el campo que alza este barrio, seguido por una buena parte de la cuidad bajo mis pies. Merecen la pena esos minutos más de camino, en los que en el frío invierno puedo observar como la extensión se cubre de blanco de vez en cuando, o los granitos dorados de trigo plantado vuelan con el viento. Pero normalmente, en mi escenario favorito, el cielo naranja inunda los edificios, las carreteras, y, como no, a las personas que como hormigas cruzan por ellas. Un naranja que me da calor, aún con la helada que no me permite andar a una velocidad normal. Un naranja que pinta un cuadro sobre la ciudad, con la ayuda de los cristales que lo reflejan. Un naranja familiar, al fin y al cabo. Cada día pienso en un naranja parecido a este, pero que desde luego produce mucho más calor, o al menos en mi.
Pero cuando el invierno termina, no puedo evitar sentirme algo desamparada. Mismo camino, misma pesadez. Pero con un azul que ni siquiera sé si realmente se puede denominar como ese color. Un azul triste, grisáceo. Como los días que me acogen con sus largas mañanas y cortas tardes. Con todas esas noches desaprovechadas.
Pero hoy es diferente, por alguna razón. Camino, queriendo dejar atrás estas casas que me tapan la magnífica vista de mis mañanas. Más rápido, para llegar al paseo de cerezos que tanto me gusta. Subiendo el tirante de la pesada mochila que constantemente se desliza de mi hombro, para ver la gran cúpula de una iglesia que siempre me gusta observar, como si ella me fuese a decir que algo ha cambiado. Y aunque todo parezca igual, algo llama mi atención.
Una pequeña flor, que ha nacido justo entre la acera empedrada y el campo, con ya pequeños atisbos de verde. Una flor roja intensa, que me hace pararme mientras me aparto ese mechón de pelo que cae sobre el ojo derecho.
Y ahí me encuentro, estática, mientras noto las miradas de la triste manada sobre mi espalda. Con una tonta sonrisa en la cara que ellos no pueden ver. Y pienso, pienso sin apartar los ojos de la flor en por qué siempre soy la única que va por esta acera. Pienso en la simple felicidad que podrían obtener tan solo cruzando la calle y dejando esas pantallas dónde los ojos no puedan quedar atrapados por su brillo. Pienso que quizá así no parecerían todos la misma persona, un ser sin cara, algo carente de forma. Quizá así podrían tener su propia expresión.
Y también pienso que puede ser que mi visión ahora esté nublada, que pase lo que pase este tramo de camino no deja de ser deprimente. Pero delante de mis ojos tengo la prueba de que simplemente no todo es gris. También hay pinceladas de color en el día, siempre. Y me siento feliz, feliz de tener mi propio color cada día. Un color al que esta pequeña flor, o las salidas del sol se le asemejan. Un color que es demasiado cálido para una ciudad tan fría como esta.
Y entonces alzo la vista, y me doy cuenta de que el cielo no está tan lejos como lo está mi pequeña mota de luz. De que ni el mismo sol está tan lejos como lo está lo que me hace feliz. Y es que siempre tengo la necesidad de tener un poco más cerca ese color, esos mechones de pelo.
Quién lo iba a decir, que una persona se pudiera representar como un color. Pero se puede, se puede porque tanto su mente como su corazón son tan cálidos y agradables como esa flor.
Y como el color se diluye en agua, ella puede contagiarme su alegría. Y como la luz recorre kilómetros, puedo sentir que está a mi lado. Y como brisa de verano que me calienta de pies a cabeza, recuerdo en que preciado día del mes me encuentro. Y me doy cuenta de que quizá no sea el camino lo que me hace un poquito mas feliz, sino las semejanzas y los recuerdos, que sin que lo note me llenan y me inundan.

Así que doy un paso, y otro más. Y suspiro, y vuelvo a apartarme ese rebelde mechón. Y dejo mi mente divagando con la idea de que, a lo mejor, Amapola no es el mejor nombre que podría tener una flor de un color que simplemente, representa a una parte de mi felicidad con tanta exactitud.

sábado, 28 de febrero de 2015

El punto negro del lado blanco.

Yo siempre he mirado con ojos de admiración hacia el otro lado de la humanidad. Porque está claro que existe una barrera, que a veces no es fácil de ver. Muchas veces solemos confundirnos, ver falsas ilusiones e interpretar los mensajes de una manera errónea. Pero el mundo se divide en dos partes. Creo que va a ser más fácil llamarlo blanco y negro. 
No, no me refiero a la luz o a la oscuridad. No me refiero a ningún moralismo ni estereotipo. Ni siquiera me refiero a algo en concreto. Simplemente es una manera de diferenciar los opuestos, con algo tan simple como lo que entra por la vista.

Yo siempre ahí, atascada en el más puro de los blancos. Siempre con más altruismo que narcisismo. La última de la cadena por causas puramente naturales. Desde nacida siendo amiga de los perros, fieles y sobre todo humillados compañeros. Soñando con mundos que no son míos, o que siquiera son de este espacio-tiempo. Sintiendo dolor ardiente y molesto en el pecho por causas ajenas a mi mero ser. Miedosa a los "no" y resignada a los "sí". Pensando en el pánico a cada segundo. Sintiéndolo constantemente. Y sobre todo, siendo pisoteada como costumbre, pero a gusto, porque fácilmente soy capaz de apoyar la cabeza en el frío suelo para que sirva de escalón. Para eso estoy creada. Y es que cada uno se complementa con lo que puramente le representa.
Pero, sin embargo, siempre me ha gustado el negro azabache. Siempre me han parecido bellos y respetables los honorables lobos, o los elegantes gatos. La noche me ampara, me tranquiliza y me resguarda. Siempre tengo algún tipo de espasmo nervioso que me impulsa a correr. Querría gritar, saltar, romper, golpear. Me gustaría saber con certeza que esta es mi realidad, mi mundo y mi lugar. Cerrar los puños sin sentirme culpable. Sentir un poco menos. Respirar un poco más. Y quizá por esta laguna en el techo de mi mente, siempre acabo teniendo macabros planes para degollar a quién sea que se me pone delante. 

Resumiendo y sin más remedio acortando, el mundo se puede dividir en fuertes, y en débiles. Débiles se postran, fuertes los pisan. Ambos son necesarios, son complementarios. Una escala parecida a un enorme Yin-Yang con límites claros y distinguidos.
Y yo siempre sintiendo que yo podría ser algo diferente, algo contrario. Sintiendo que podría ser ese punto blanco del lado negro, y dejar de ser el punto negro del lado blanco. Pues sé que aunque mi corazón se prende con carbón negro, mi mente se ilumina necesariamente con pura luz blanca. Y también sé que la gente parece confundida por la manera en la que espero y quiero usar mis talentos. Jamás ha sido bien visto ser la antorcha de la cueva.
Porque también afirmo en las profundidades de mi propia cabeza que soy capaz. Que soy fuerte. Que puedo. Y siempre lo he hecho. Y créeme cuando te digo que mi pecho está lleno de una calidez desbordante y colorida, aunque por fuera tan solo parezca ser un gran trozo de hielo macizo. 

Pero mírame, pequeño amigo desconocido. Tú sigues leyendo esto, mientras yo escribo este confuso fragmento. Tú sigues comprendiendo, y yo sigo en silencio tratando de hablar. Sigo sin actuar. Sigo sin mover. Sigo manteniéndome en la clara y segura luz, con el pánico se ser consumida por la potente y hipnotizante oscuridad.
No sé en que lado de la balanza estás, ni quiero saberlo. No deseo que me ayudes, ni que me dejes. No quiero que rabies, ni que llores. Y supongo que así es mi vida. Un límite entre extremos extremadamente extremados y al mismo tiempo asombrosamente ligados. Así que, tú que puedes, dime: ¿Dónde pertenezco?

miércoles, 28 de enero de 2015

Una brisa de aire fresco.

Siempre el mismo cuadro. Siempre quedándome dormida, un desastre viviente entre las sábanas. Pensando, dándole vueltas a lo irremediable, torturándome con lo imposible, y dejando que cada pensamiento que pasa por mi confusa cabeza me inunde, como la dulce y apaciguadora (o tal vez no) música que sale de mis cascos.
Siempre corriendo, detestando el momento del frío tocando cada centímetro de mi piel. Torturándome mentalmente por el día que aún tengo que superar, como mi gran meta, como mi supuesto destino. Y es que el tiempo que el reloj me da nunca es suficiente. Porque me gustaría alargar cada segundo a un minuto, o mejor, me gustaría parar el tiempo fuera de estos metros cuadrados que forman mi casa. Los que me agobian, pero a la vez me cobijan. Poder dejar que todo se congele, antes de que esa maldita aguja apunte las siete. La hora del diablo, pienso.
Y es que soy como una de esas almas perdidas que vagan por el mundo exterior, pero mucho peor. Ya que mientras me subo un tirante del sujetador, pienso en unas mil maneras de matar a alguien, y al deslizar mi camiseta lentamente y sin ganas sobre mis cansados hombros, desvarío sobre lo útil que es el fuego y la energía nuclear.
Pero hay algo, algo que me obliga a moverme un poco más deprisa cada mañana. Lo mismo que me hace encontrar el ritmo a mi canción favorita, o a disfrutar el suave aroma del café. Eso que me hace plantarme delante del espejo y saber que debo hacer la raya más perfecta que he hecho jamás. Algo que me hace valorar el estridente sonido del motor del autobús, o el frío metal de la parada. Que desvía el dolor de los mil y un problemas que tengo, alejándolos, dejando que el frío aire de la mañana de invierno se los lleve a dar un paseo. 
Porque ver a través del cristal tu mirada recorriendo de arriba a abajo el autobús, me hace pensar que una hora de traqueteo constante no es ni tanto ni tan malo. Y sentir tu sonrisa disimulada al verme subir en él me hace pensar que es a esta hora del día cuando mi ángel de la guarda se despierta, arrojando sobre ti ese rayo de luz que me puede dar.
Y es que ya se ha vuelto rutina mirarte desde dos asientos de diferencia con el tuyo, tan solo observándote disimuladamente. La nuca, el pelo y todo lo que el cristal de la ventanilla pueda reflejar de tu cara. Incluso me da miedo pensar que sé exactamente cómo son los cascos que llevas contigo cada día, o cómo es la cara de dormido que pones de vez en cuando.
Me da miedo recordar que yo era esa chica que solía pensar que todo esto solo le ocurría a contadas personas, y sobre todo me asusta notar todo esto que sube y baja constantemente. Una montaña rusa de mi cabeza hasta mi estómago, que no me deja respirar con normalidad.
Pero sobre todo siento miedo, ya que odio y amo todo lo que pasa por mi mente. Nunca he sentido mías palabras como "enamorado" o "amor". Jamás he pensado que eso vaya conmigo, pero me estoy demostrando lo contrario poco a poco.
Porque cada vez veo más bonitas las calles de esta ciudad, y poco a poco siento que el aire llena más mis pulmones. Porque es la primera vez en mi vida que logro hacer una fotografía mental de algo, y nada me alegra más que el hecho de que sea de cada uno de los detalles y facciones que marcan tu rostro. Y que en cuanto me doy cuenta, estoy colocando mi pelo en su sitio, aunque la última vez que lo haya tocado sea hace escasos dos minutos, y mordiendo de nuevo mi labio inferior. Y porque hace un tiempo que noto cómo mi canción favorita pasa sin que me de apenas tiempo de escuchar una estrofa. Y porque también no puedo dejar de pensar, o más bien, tratando de engañar, que puede que la primavera se esté adelantando, los astros se estén alineando o simplemente sea porque la juventud de hoy en día está diseñada para caer desde el primer momento. Pero desde luego, ni este sentimiento es mío ni tú tienes la culpa de todo esto.
Esta locura me arrastra, este atontamiento me cambia, me transforma, me gusta y lo odio, así como una fuerte tormenta de verano. Sólo que esta vez la cálida tormenta se está generando en mi pecho, y yo no soy quién para parar lo que cambia el rumbo de mis mañanas.



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A una amiga dolorosamente alejada.








martes, 20 de enero de 2015

Carta de un alma nueva.



Antigua Rusia
7 de Marzo de 2132

Jamás llegué a entender por qué en cuanto pasábamos caminando al lado de la gente, susurraban que no eramos, o más bien, que no somos humanos. Tampoco llegué a preocuparme por sus miradas asustadas, ni por sus llantos escondidos. No supe descifrar a que se referían cuando nombraban que estamos condenados para siempre. Y por encima de todo, nunca acabé preguntándome ni cuestionando cosas. 
    Porque yo lo sabía. Sabía que era humana. Sabía que fui parida por una mujer de raza humana. También sabía cuáles eran (y son) cada una de las partes de mi cuerpo, porque podía sentirlas. Reconocía mis pensamientos, mis ideas, mis funciones. Sabía de sobra que era un organismo totalmente orgánico. Podía ver mis nudillos, y cada uno de los tendones perfectamente dibujados en mi piel, siendo únicamente reales.
    Pero lo que definitivamente sabía es que yo y mis compañeros eramos mejores que el resto, desde que nacimos. Nuestros destinos estaban atados a esto, no se podía escapar. Porque nosotros fuimos preparados para correr kilómetros sin cansarnos. Porque podemos realizar movimientos que los civiles jamás podrían ejecutar. Porque sabemos manejar todo tipo de armas desde que tenemos uso de razón. Porque nuestros músculos son capaces de ejecutar una orden de movimiento en tres cuartas partes de tiempo menos de lo común, y porque en el tiempo que dura la misma podemos encajar el siguiente sin apenas darnos cuenta de ello. Porque estamos capacitados para sobrevivir en cualquier tipo de lugar, situación u hora. Porque nos han preparado para no dejar que dolor alguno nos frene. Porque vivimos para ser perfectos. Perfectos como una máquina de guerra.
    Y yo no tenía queja, porque no conocía el sentimiento de disconformidad. Porque viví en ese campo preparatorio toda mi vida. Mi destino estaba prensado solamente por los genes que acarreaba consigo el apellido de mi familia. Para mí jamás existió algo más.
No recuerdo cuando fue la primera vez que oí el sonido de la sangre gotear en el suelo. Tampoco el primer callo fortalecido de mis manos. No recuerdo cual fue el primer balazo enterrado en mi carne, ni mi primer hueso roto. No puedo retroceder hasta el punto en el que mis caderas, piernas, brazos y espalda sentían dolor por horas de ejercicio. No identifico el impacto que supuso para mí ver los primeros ojos carentes de brillo, sin su consecuente vida detrás. Tampoco soy capaz de recordar cual fue el primer hombre que maté. O quizá mujer. Por mucho que lo intento no veo en mi mente desde cuando visto este traje verde. Esa era mi vida desde mi minuto cero en este mundo. 
    Pero ahora veo que hay cosas que no recuerdo, porque jamás viví. Jamás había oído una risa proveniente de alguien que conocía, y estoy segura de poder contar con los dedos de las manos las que oí en total. Tampoco recuerdo sentir alivio por nada, tan solo una constante tensión. Tensión en los hombros, en las manos, en las piernas, en el cuello. Tensión. No conocía el miedo, jamás lo sentí. A fin de cuentas, no había sido preparada para ello. Ni un espasmo nervioso había pasado por mi columna vertebral, no podía permitirme el lujo de aquello. Nunca sentí el calor del sol penetrar mi piel, ya que esta no estaba jamás descubierta. La compasión era un misterio. Porque aunque era yo la que constantemente veía a gente llorar desconsolada por el dolor de alguien más, jamás entendí por qué aquella pérdida de tiempo útil. Ni siquiera recuerdo un mísero atisbo de alegría por absolutamente nada.
    Aunque siempre hay una primera vez, y por eso estoy escribiendo todo esto. Y es que aunque tampoco lo había hecho nunca, ahora solo puedo dar las gracias porque hace dos años, a mis veinte, me enviaran a la Antigua Rusia y no a cualquier otro lugar.
Porque ha sido en este tiempo cuando he podido comprender todo lo que los civiles susurraban cuando yo y mi patrulla pasábamos, armas en mano. Yo jamás fui humana, porque a mí me faltaba algo, que es lo más básico que tiene un ser humano. Y no pude verlo.
Jamás sentí lo vacío que estaba mi pecho mientras patrullaba edificios caídos de ciudades destrozadas, o mientras acataba ordenes de... lo que fuera. Porque jamás me habían enseñado otra realidad. Jamás me habían enseñado lo que en realidad significa un corazón. En aquel antro militar simplemente nos enseñaron a vivir... sin sentimientos.
    Pero como soy técnicamente una mujer de raza humana, traigo conmigo lo que soy. Y aunque se hubiera pasado toda mi vida bloqueado, mi cerebro siempre ha tenido la habilidad de sentir. Y eso es algo que un humano no puede reprimir.
    Y fuiste tú. Porque soy una humana, fuiste tú. Porque no fui perfectamente pulida, fuiste tú. Porque sí que puedo recordar la primera vez que te vi. Porque veo en mi mente aquella puesta de sol que me relajó por primera vez en mi vida. Porque aún puedo sentir el calor tan agradable que me golpeó en la mejilla la primera vez que me quitaste el casco en una zona exterior. Porque recuerdo también lo que sentí al reír por primera vez, curiosamente contigo. Porque aprendí lo que era la amabilidad cuando me recogiste cuando estuve a punto de morir, y porque comprendí lo reconfortante que era que alguien llorase por mí. Porque me enseñaste a que debía juzgar antes de apretar el gatillo.
   Y empecé a sentir. Y empecé a vivir. Y comencé a ser humana, porque tú me enseñaste el verdadero significado de vida. Y no eras otro que tú el que me consolabas con tu sabiduría de maestro, cuando comenzaba a pegar puñetazos a las paredes por haber malgastado veinte años de mi vida sin sentir, sin pensar, sin ser, sin creer, sin ser humana. 
     Pero estaba asustada, ya que lo que me estaba haciendo feliz, al mismo tiempo me volvía débil.
Sentí miedo por primera vez al verte caminar solo por una calle sin patrullar. Sentí desesperación al caminar por un campo de batalla ya sin rastro de vida, aunque no fuese ni de lejos el primero que pisaba. Sentí duda cuando no debía, impidiéndome actuar, poniendo así en peligro mi propia vida. Sentí nervios la primera vez que me debí marchar de tu lado para entrar en batalla completa.
Ya no era lo que solía ser, mi mecanismo perfecto había sido dañado. Ya no era más la máquina perfectamente engrasada. Ahora sentía, sentía mucho. Y comprendí por qué tanto esfuerzo en rebanar nuestros corazones desde que nacimos. Sólo era un impedimento para lo que debíamos ser.
    Ahora, créeme que me lamento cada vez que recuerdo las vidas que he quitado. Porque ahora sé que ellos sentían, igual que yo lo hago ahora. Y créeme también cuando te digo que aunque esté tirada e impotente en medio de la batalla, soy feliz de haber encontrado este pedazo de papel.
Porque quería dejar constancia de que tan solo he fallado por ti, que me has enseñado a ser humana. Y aprovecho para decirte que jamás sentí tanto dolor como ahora, y no precisamente por las balas enterradas en mi estómago y algo más arriba, si no porque sé que jamás te volveré a ver. Eso me aterra. Y tan solo espero que aquella historia que me contaste una vez sobre subir más arriba del cielo sea cierta, porque quiero seguir sintiendo. Porque hasta este dolor que incluso me ciega es maravilloso.
Tan solo me arrepiento de haber nacido en esta época, en esta inútil "tercera guerra mundial". Me arrepiento de haber llevado este apellido. Y me arrepiento de no haberte conocido antes.
Así que gracias, y recuerda siempre que eres a la primera persona (y seguramente a la única) que he podido querer. Grac